Celsius 232



          De nuevo, el completo triunfador del festival Celsius 232 de Avilés, fui yo.
          Y es que estar rodeado de excelentes personajes y personajas, escritores/as, ilustradoras/es, editores/as... es todo un lujo, sin duda.



          Bien, comencemos por el principio, y que no es sino encontrarme en el lugar convenido con mis compis. Así fue entonces que en la recepción del hotel, aparecieron ante mis ojos la gran Laura López, la estupenda Cristina Cavíedes y el genial Carlos Rodón.   
          Y me tomé una cerveza a su salud.


         No salió mala tarde, y contemplar a la cantidad de chavales y chavalas jóvenes que, interesados por la literatura, enredaban sus vistas y dedos entre las hojas de cualquier libro que llamase su atención, ya me hinchaba el pecho rellenándolo de no sé qué extraño orgullo ajeno. 

           Esto no pasaba en mis tiempos de jovenzuelo, para que después digan los que dicen, que los jóvenes ahora son ignorantes que no hacen sino jugar con el móvil. Pues no, saben jugar con el móvil, y además leen más que los de antes.
           Pero lo que sí es cierto es que lo hacen mucho, pero mucho más las chicas que los chicos, y las mujeres que los hombres. Qué raro. Supongo que es lo que tiene el sexo débil (sarcasmo)

           En fin, acomodados/as, comenzaron a rular las personas inteligentes delante de nosotros/as, mientras que las botellas de sidra lo hacían por detrás (Y espero que de esto no haya fotos). Y no fueron pocas ni desacertadas, a juzgar por lo que el día siguiente nos deparaba.

           Sin una gota de sed recibimos a mitad de la cena, a un sonriente Gabriel Romero
acompañado por un, hasta entonces desconocido para mí, alegre y un poco gamberro Guillermo, de Cinania Libros. Todo un placer.

           Al día siguiente, dos cosas merecieron la pena: volver a ver a mis compañeros y compañeras y conocer a más gente.

           En primer lugar a mi bien amada Maialen Alonso y sus kalimotxos de vino malo (como debe ser), seguida por los estupendos Alberto Valverde y Sonia Córdoba. El evento se completó con la llegada de Juan Miguel Fernández, al que no conocía y que fue un gustazo hacerlo. Y a su compañía también, por supuesto.
           Y ya está. A partir de ahí, lluvia. Después, lluvia. Y al final, lluvia.

No hubo más Celsius que el que se reflejaba en los charcos, ni más libros que los que peligraban bajo los plásticos.

           No puedo decir que no disfrutase, pues me gustan esos días, van muy acorde con Borrador de un libro en blanco y me resultan muy creativos, personalmente, pero lo cierto es que deslució por completo las expectativas de todas/os, recluyéndonos a cualquier techado que nos permitiese buenas charlas regadas con grandes jarras de cerveza (algunas, kalimotoxo), con el eco de las gaitas asturianas contra las antiguas fachadas, y el interminable sonido de las gotas en el suelo.

           Pero son divertidas charlas, en las que aparecen grandes cosas, como la parte buena que me trasladó Alberto al notar que “las gaviotas amenizaron la velada”, o la exigencia de Laura López en cuanto a que la tinta habría de ser siempre eunuca, para evitar que se corra. Gran reflexión, sin duda.

          Me dejo mucho, como por ejemplo... ¡más lluvia!; y ridículas carreritas de escritores pseudofamosos huyendo de sus fanes; preciosas pelirrojas que me inspiran novelas completas; discusiones de parejas ajenas que alimentan historias, frases; sonrisas cristalinas de gente que decidió compartir sentimientos conmigo y quizá lea esto; sensaciones... ausencias... 
           A todas/os, los que fueron y sonrieron, a quien ojeó mi libro, a la que acarició su portada u olió sus hojas, a quien me miró, me rozó o me pensó, gracias. 
           A los/as demás, también.

Toño Diez

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