La una de la
tarde, y debería haber salido a las doce para estar a tiempo. Es innato en mí
no respetar los planes. Aunque eso también tiene su gracia.
En fin,
setecientos kilómetros por delante y muy pocas ganas de recorrerlos, todo ello
en un frío día, que quizá amenazase algo de nieve, pero que sin duda prometía
hielo en la carretera. Afortunadamente no hubo ni una ni otra, aunque sí el
prometido vértigo de la distancia a recorrer (odio conducir), sobre todo al
vislumbrar la perenne llanura castellana que tenía por delante.
Ante tal
inmensidad vacía no puedo evitar sentirme intimidado. Siempre que la atravieso
y siento la esencia castellana, no soy capaz de disfrazar mi asombro y mi
humildad ante tan magnífica tierra, y su grandeza en historia y su enorme
personalidad grabada en cada piedra, en cada mota de polvo de sus caminos, con
un atuendo de rechazo, fruto más de mis propias frustraciones, que del
sinsentido de esta.
Abrazada por
tus olvidadas montañas,
Te ensalzas.
Ancha
tierra. Lisa y llana.
Eterna,
amplia y espesa.
Enorme,
inmensa y aun así, sensata.
Guerrera, y
para siempre muerta.
Hundida a
golpes, y con hachazos ensalzada.
Quemada,
rota, y con sangre
De medio mundo
regada.
Te alzas
fuerte y misteriosa,
Contando
batallas pasadas,
Sobre quien
tu polvo osa pisar,
Con botas
desgastadas.
Miras,
Castilla desde arriba,
Y con
fiereza callas.
Lloras
silencios por la espalda,
Humillada.
Sinceramente,
creo que desde el odio, amo profundamente esta gran tierra. No entiendo nada.
Continúo,
encontrando el remedio de no caer en el soporífero ruido del motor y de la
ausencia de giro del volante, en el imprudente intento de restar minutos al
cálculo de llegada de mi «tontorrón» (navegador), pisando más de lo debido el
acelerador.
El cielo
poco a poco se oscurece, dándome la enorme satisfacción, incómoda por estar
conduciendo, de disfrutar de una de las maravillosas puestas de sol de la
llanura castellana, y tiñendo en un momento
el esperado verde gallego, con un profundo negro salpicado de lucecitas
que escalan invisibles colinas. Marcando costas y rías.
Cansado, y
por dos veces rodeándola buscando aparcamiento, consigo arribar a la bonita
librería Cinania, donde un entusiasta y atento Guillermo Moldes Rodal, me obsequia
con una gran sonrisa y un reparador abrazo.
«Mi casa es la tuya» dice invitándome a entrar, y siento que no dice frase hecha por decir, sino que expone una realidad.
Una ducha, y
a la calle. La bella e inteligente Marta y la gran persona, abierta y locuaz
Eva Del Pozo nos esperan, para presentarme entre los tres una nocturna
Pontevedra. Con plazas llenas de contrastes, con iglesias que no son
circulares y un poco de protesta social, que nunca está de más.
Llega la
cena de terraza, que no hace sino acrecentar mí ya atesorada sensación de
excelente bienvenida, por parte de mis flamantes amistades. Me hacen sentir
realmente a gusto, y sin ser grandes viandas, sí resulta una placentera cena.
Igual que el resto de las horas, hasta casi las cinco de la madrugada.
Ya entra la
mañana.
¿Qué esperar
de un generoso anfitrión y una ciudad que mucho viste de gris, engalanada hoy con un
esplendoroso vestido de gala de radiante Sol, como queriendo saludarme con la
mejor sonrisa? Pues justo lo que se espera de ello. Ni más, ni menos.
Guillermo,
ante mi placer, despliega humanidad y respeto por los cuatro costados,
atendiendo cortésmente a cuanto amigo y amiga se encuentra de camino a su
ilusionante negocio; ofreciendo altruistamente café y conversación equilibrada,
a personajes humildes que, seguros por su trato, piden unos cuartos al lado de
la entrada de Cinania a quien quiera ayudarles, sabiéndose respetados y apreciados por el
dueño, por el escritor de «El enigma del Platero», que queda en mi
lista por leer, y que, si su calidad literaria atiende a la misma calidad
humana que tiene Guillermo, sin duda no será nada despreciable.
Abrimos y
preparamos la preciosa librería para el evento mientras se suceden goteos de
clientes encantados con el trato del negocio, con quien, entre conversación y
conversación, llego a encontrar la razón de tal encanto: existen muchísimas
librerías preciosas y maravillosas, pero no hay tantos libreros con calidad.
Y esto es lo que marca la diferencia: el librero. Creo que será lo único que salve a las pequeñas librerías, y sinceramente pienso que es lo que hace de Cinania, especial.
Y esto es lo que marca la diferencia: el librero. Creo que será lo único que salve a las pequeñas librerías, y sinceramente pienso que es lo que hace de Cinania, especial.
Entre amigas y amigos llegados a tal fin, comenzamos la presentación, casi familiar, en la calle, ante miradas curiosas y disfrutando del día.
Yo, agasajado con los honores que quien me han cedido el protagonismo, a mí y a mi «Borrador de un libro en blanco», me deshago en silenciosos agradecimientos hacia ellos,
intentando humildemente explicar el contenido y entresijos de este, sin olvidar en ningún momento que soy invitado en tierras de los excelentes títulos «El enigma del platero» y «El Fantasma de Meirás», de Guillermo Molde y Eva Del pozo, respectivamente, quienes no solo me han prestado su tiempo y atención, sino que me han agasajado con excelentes compañías, como la de Marta. Y aquí queda mi homenaje.
Un vino tinto Rioja, tortilla de patatas y una empanada gallega, pone el broche a tan intimista momento.
Y a casa,
con otros setecientos Kilómetros por delante e increíbles ganas de volver a esas tierras.
sus montañas
verdes colinas,
es su
aliento saladas nieblas,
y como
nostalgia, su alegría.
En la verde
palma del mundo,
Reposa
cautiva esta tierra,
Y en puño se
cierra guardando,
Quimeras
secretos y esencias.
Sus dedos
cerrados son olas,
Que con
furia simulan quererla,
Olas del mar
que la riega,
Olas que la
desmiembran.
historias de
marineros infames,
monstruos
que construyen memorias,
y mueren en
olvido, insultantes.
Vetusta
tierra maldita,
Que con paz
silencia sus guerras,
Sus gentes
encubren vergüenzas,
Sus cantos
indigencias.
Vieja
veterana del mundo
Amordazada
por siempre en esencia,
Sumida en
quejas calladas,
Como
quejidos de parturienta.
Regada en
mil y una batallas,
Todas
perdidas, siempre ganadas,
Si no con
sangre vertida,
Sí con
olvidos, de historias pasadas.
Negra tierra
cubierta de esperanza,
De frente
verde, y azul en la mirada,
Observa
perenne su mar,
Lo mira como
enfadada,
Con la
cabeza gacha y los hombros caídos.
Silenciosa, abrumada.
Hoy arribo
sus soledades,
Embarcado en
famosos lugares,
Mañana
marcho repleto,
Lleno de
radiantes homenajes.
Humilde
achanto mis versos,
A sus gentes
y a sus calles,
Pontevedra
en mi mochila te llevo,
Pontevedra
conmigo, en mis andares.
Una frase: Hay muchas librerías bellas, pero no tantos libreros.
Una música: Bob Dylan. The times they are a changin
Un color: Verde pardo.
Gracias, Marta, Guiller y Eva. Y a todas/os los que asististeis.
Fotos: Guillermo Moldes; Eva Del Pozo, Marta, Jose Buais Aguado y yo mismo.
Texto: Toño Diez.
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