Fueron las manos las que acudieron en ayuda de su cabeza, sujetándola y
evitando que se desgajase de su cuello ante los frenéticos y dolorosos
movimientos.
En ayuda de sus oídos tapándolos y evitando destrozar sus tímpanos, ante el
aullido que, al principio de forma imperceptible y después,
progresivamente intenso hasta detonar en un autentico bramido de dolor y
lucha interna, había estado aguardando tanto tiempo dentro, para explotar como
vómito de cruel ansiedad.
La emoción acabó desgastando sus ya mermadas fuerzas. Nada pudo evitar
las heridas de las rodillas al caer crudamente postrado, impotente,
inundado, frente al vacío altar, golpeándose contra las piedras.
Cuando todo acabó, el inmenso e intenso “no”, seguía resonando de una
pared a otra. Las piedras repetían cientos de veces, de forma inacabable, un
eterno “no, no, no, no…”
Con las manos aun en sus orejas, la cabeza agachada y las rodillas postradas
frente a un altar del que siempre había renegado, abrió los ojos, liberando
así, las últimas lágrimas que le quedaban retenidas en sus párpados.
Colocó los brazos sobre sus arrodilladas piernas, derrotado, humillado,
extasiado, cansado.
Con la mirada clavada en el frio suelo, suspiró.
Resultaba irónico pensar que, lo que ni en toda una vida habían conseguido
políticas, poderes, sanadores espirituales, charlatanes de la fe, bastardos de
lo humano, reparadores del hastío y surfistas de las almas incautas, se
había desmoronado en sólo un momento y, la impotencia, lo había aniquilado.
De rodillas pasaría, así lo sentía, el resto de su vida. Postrado ante
cualquier altar.
Escuchó el batir de unas alas en medio del, por fin, silencio. Una ligera brisa
le acarició el rostro.
Sin mirar siquiera, sintió cómo los dos cuervos se situaban a cada lado,
subiendo y bajando el pico, como en señal de asentimiento. Con pequeños
saltitos, le rodearon, le observaron y emprendieron, de nuevo, el vuelo.
Toño Diez.
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