viernes, 12 de julio de 2013

Adios, amor. Estoy aquí.


Adios, amor. Estoy aquí.


—Me marcho —anunció abriendo la puerta.
—No, no lo harás —aseguró desde el sofá.
—¿No?
—No.
—Y quien me lo impedirá ¿tú?
—No, yo no tengo derecho a hacer eso. Como tampoco tú lo tienes de marchar.

Intrigada, alejó la mano del pomo de la puerta y dio un paso hacia el sofá. La curiosidad era una de las cosas que había conseguido que su vida estuviera llena de ridículas meteduras de pata. Pero así era su personalidad. Y le gustaba.
Aunque también le había traído cosas buenas. No en vano, fue esa misma curiosidad la que llevo a ambos a quererse, amarse y, más tarde, engañarse.

—¿No tengo derecho a irme?
—No. Porque lo que tienes es imposibilidad de hacerlo.
—¡Seguro! —exclamó sarcásticamente torciendo los labios en una sonrisa burlona.
—Nadie se marcha de alguien a quien ha querido. Como mucho intentan huir de un tiempo compartido.

Cogiendo entre sus manos la copa de brandi que situaba la baja mesita de cristal para el té, en el privilegiado centro del salón, le dedicó su mirada. Marrón, amplia, elocuente, cristalina. Sincera.

—Y si ese amor ha sido correspondido de igual forma —prosiguió—, doble condena.
—Pues puedo asegurarte que entre tú y yo, sólo queda una puerta. Y es únicamente de salida.
—Lo único que podrás hacer, es vagar en el tiempo, pues jamás podrás marcharte. Amor, te tengo presa en mi corazón y atada entre mis neuronas. De igual forma, tú me llevas dentro, fundido para siempre en tus recuerdos, junto a cada uno de mis besos.

Silencio.

—Querida —continuó— lo que nos separará jamás será una puerta, sino el último de los besos. Hasta siempre, amor. Cuidate.

La lágrima de ella, caída en el terrazo antes de cerrar, fue lo que después él recogió, uniendo su humedad a la suya, con la punta de dos dedos, en su mejilla.






 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias