viernes, 8 de noviembre de 2013

Utopoética de una guerra 2


Utopoética de una guerra 2
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")




—Señora no me ablande,
a los hombres que tengo yo,
que el domingo habrá combate,
y el miedo no es buen matador.

—El miedo no es el que estorba,
que el que estorba es el amor.
El amor por el semejante,
que puede que os mate a vos.

Abajo la mirada del trueno.
Quijada fija en la cara.
Se quita las gafas del rostro,
ya que el sombrero falta.

—Señora, su voz es sabia,
pero remedio no tengo.
Y aunque sea una bala traidora, la que dispare yo,
espero que sea la mía la que mate primero, a que sea yo,
el muerto por otra escondida,
que no la haya disparado yo.

—¿Y qué diferencia existe,
que una mujer llore distinta a la de vos,
si el dolor de una madre es el mismo,
cuando llora de amor?
           
—¡Y qué puedo hacer señora,
para que ninguna llore, por dios!
Esto es una triste guerra,
que no la he creado yo.

—Para eso no tengo respuesta.
Que tampoco la quiero yo.
Tan sólo deseo ver vivo,
lo que sí que he creado yo.
Quiero que aparezca mi hijo,
verle de cerca, darle amor.
Quiero que me proteja,
con su existencia donde existo yo.

—Puede que a eso sí tenga,
alguna solución.
Si me dice su nombre y aspecto,
puede que le conozca, o le haya visto,
o tenga referencia para darle a vos.
O puede que me comprometa,
a buscarle y pedir por los dos.

—El nombre es nombre de noble,
aunque sangre rojo como vos,
mirada azul turquesa,
como la que tengo yo.
Le cubre la tez un gesto,
de amable y bonachón,
y un largo pelo le cuelga,
al menos cuando marchó,
de lo alto de un metro noventa,
y un cuerpo de roble joven, ágil y fortachón.
Es el mayor de los que tengo,
el mayor de los dos.
El otro quedó en el pueblo,
al otro lado del rio,
esperando que el ejercito pase,
o esperando que pase yo.

—No conozco a ese muchacho,
no está en mi batallón,
mas puedo darle voz en busca,
por si en su caso estuviera,
en otro batallón.
Dígame señora, su nombre de varón.

—Rodrigo tiene por nombre,
como el Cid campeador,
y aunque sin su bravura en las venas,
es mi dulce campeón.

—Daré parte a la compañía.

Adelantándose dos pasos,
el trueno dispuso a marchar,
con paso firme no sin antes,
a la señora abrazar.

—Si me permite, comandante,
quizá pueda ayudar yo,
pues creo conocer a ese hombre,
dentro de nuestra posición.

El que habló fue el muchacho,
que de llorar nunca dejó,
y con las lágrimas en la cara,
la conversación escuchó:





 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias