viernes, 8 de marzo de 2013

Violencia.



Violencia


Violencia.
Que no tuve yo por menos, que suplir la fuerza de la razón, por las ansias del corazón.
Que el repudio que sentí, al notar las palpitaciones en mi pecho, no fue sino un signo propio de la maldad, arrancada a pedazos por la bestia más inmunda, que mi imaginación pudo crear, anotando al fin, el esperpéntico punto que marca la diferencia entre el bien y el esperado mal.
El punto y aparte que las sensaciones imparables de la inútil rebeldía del equilibrio, fijan para determinar el final de la oración medida, de la mesura de la palabra, del juicio sensato de la norma, y el comienzo de la locura más exasperante, esquizofrenia frenética, delirante, rabiosa y furibunda.
El punto y final que marca el no retorno del sentido, la última etapa de lo infinito, el eterno dolor que deja atrás lo vivido, para olvidar por siempre lo perdido, y no esperar nunca el futuro por venir del odio, de la sangre inyectada en la mirada, del iris dilatado y del erizado bello de la espalda.
Jamás por siempre, estaré de nuevo cuerdo. Jamás invariablemente pensativo. Pues ya no existe límite impuesto, ni término tirano. Que no hay más cambio que el recibido, por nada y todo en mi mundo, por sueño y ensueño en mi universo.
Resuello el último suspiro, violando mi sentido más justo. Sin placer, sin goce, sin deleite. Tan sólo por el hecho de sentirme violado en lo más profundo, ultrajado en lo más sagrado, que alma pura pueda soportar.
Sangre, sudor y babas. Espesas como mis palabras. Regueros de saliva indecente que cubre cualquier atisbo de humanidad, refugiando en la violencia, mi más antiguo cirio. Ahogando en terror, mi libertad.
Violencia, para siempre y por siempre, hasta que mi ser no de más de sí y, retorciéndose de entrañable dolor, destroce esas mismas entrañas. Que son las mías, que son las vuestras. Que no son ya de nadie, porque a nadie corresponden.
Temblad, manos temblad. Y dejad de señalar al cielo, pues nadie os salvará. Olvidad el arrepentimiento, por el trato que vais a otorgar, pues jamás tendréis ya perdón, ni elección por no pecar.
Temblad, piernas, temblad. Pues nunca podréis correr en pos de ninguna verdad. Que es la sangre del corazón, la que os insta a golpear.
Temblad. Y no paréis de gritar. Que la alegría que os proporciona el mal, es breve, pero es total.
Y después, morir. En el fango del absoluto y perverso sentimiento. En el más mortífero y tóxico aliento. En el más sencillo y ligero atrezo. Bajo la mirada del más atento público. En el centro.
 

 Texto y foto: Toño Diez. 


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