martes, 30 de abril de 2013

¿Quien da una amistad? (fragmento del libro "Borrador de un libro en blanco)


        
¿Quien da una amistad?  
(fragmento del libro "Borrador de un libro en blanco) 
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¡Hay, mi preciosa niña! —decía María de Orión “La cabaretera del Japón”, mientras me cubría cariñosamente con una ridícula bata de semitransparente seda roja— Todos los hombres son iguales. No te puedes fiar de ninguno ¡De-nin-gu-no!
         Asombraba tanto el gesto del dedo extendido golpeándome la nariz remarcando las sílabas, como la “pluma” de su acento, viniendo de un travestido con liga y bigote.
         La sonrisa no se podía esconder, era necesario sacarla a relucir.
¡Aaahh…! ¡Mirad como se ríe! ¡Mirad! —aplaudía histérica.
¡Deja a la niña, que vas a hacer que se ponga colorada! —le riñó Laura, la mujer con las piernas más largas que he conocido en mi vida. “Abiertas siempre por un módico precio, a quien pueda permitirse, el lujo del verdadero placer”, solía decir ella.
         Literalmente, arrancándome de los brazos de Laura, que antes me había sacado de los de María, Lucía, “la del culo prieto, la mano rápida y el polvo intenso”, me agarró con las manos, la barbilla, para obligarme a mirarla a la cara, un palmo más arriba que la mía y, obligándome a respirar el efluvio a whisky barato de su aliento y a ver su perdida mirada oscilante, me susurró muy cerca de la nariz resbalando ligeramente las palabras:
No les hagas caso, Sonia. Ni al maricón, ni a la puta. Folla todo lo que puedas y pásatelo de coña.
         De nuevo otra mano, tirando de la mía, me liberó de la presión de las de Lucía, nunca antes de recibir mi sobredosis de besos, al igual que de las anteriores.
Pues que empiece conmigo —dijo Marcos con teatralidad, haciéndome dar un giro para cruzarme las manos a la altura del pecho, situándose en mi espalda y besándome suave y morbosamente en la nuca. Hundiendo su nariz fría en el cuello y nuca y haciéndome tiritar con un escalofrío y aspirar fuerte por la boca—, serás bienvenida.
         Marcos no tendría más de veintinueve años. Era “camarero” de un club nocturno, de esos que hacen despedidas de solteros y solteras.
         Guapo, moreno, de pelo corto y unos enormes ojazos casi negros de impresión. Tenía fama de mujeriego, y su aspecto y ademanes, no dejaban lugar a dudas de que era merecida su gloria.
Trae acá esa carnaza, perro —me recuperó de un tirón María de Orión “La Cabaretera del Japón”—, que para darte de comer, ya estoy yo. Esto está fuera de tu alcance —le dijo riendo y rodeándome con sus fuertes y peludos brazos en forma de protección, mientras Marcos reía abiertamente.
A ti te guardo como postre, María. Para comerte despacio. Y saborearte hasta la gracia que tienes ¡Guapa! —contestó Marcos riendo.
(...)





 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Iván Arencibia Photography

martes, 23 de abril de 2013

Tiempo


        
Tiempo
         

      
         El tiempo pasa a trompicones.
         Y avanza implacable, pero sangrando hachazos. Hendiendo profundas cicatrices. Más profundas cuanto más resistencia a su paso encuentra, como queriendo dar ejemplo ajeno una y otra vez.
         Se atasca por momentos, ralentizándose hasta la extenuación, sin lógica ni sentido.
         Se estira, se amasa, se rumia... y después, sin avisar, emprende una loca carrera llena de obstáculos que apenas permite salvarlos, saltarlos o esquivarlos.
         Y a cada uno, una nueva cicatriz.
         La mirada se oscurece, el brillo se esconde tras los párpados, mientras los ojos se empequeñecen. Y cuando alguien los mira, encuentra sabiduría, donde sólo existe cansancio.
         Admite rarezas, y permite desaires, desplegando condescendencia altruista, limitando palabras por no cansar y abraza tiernamente por sentir cerca el fin.
         El tiempo aplasta, destroza y aniquila... el tiempo.
         Y mientras, algunos se afanan por recuperar lo perdido irremediablemente para siempre, pues nunca vuelve. Y olvida sentir lo que posee, tocar lo que se escapa, también por no tocarlo.
         Y luego desesperan pretendiendo gritar sin cuerdas vocales suficientes, masticar sin dientes, y templar temblando. Más tarde se vencen, se agostan y se tienden a esperar. Y esperan, esperan, esperan... hasta que pasa el miedo. Hasta que ya no hay preguntas.
         Y después, duermen.
         El tiempo es una espera, viendo pasar el tiempo mientras se espera, que el tiempo pase.





 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini.

viernes, 19 de abril de 2013

Educación



        
Educación

        
          Cuando sentía manipular las llaves al otro lado de la puerta accionando la cerradura, sentía un nudo en su pequeño estómago.
         Ardía en deseos de ir corriendo a abrazar a su papá, pero tenía miedo de haber hecho algo que no le gustase.
         Y es que, como su papá decía, era un niño malo y torpe y siempre las “preparaba gordas”. Aunque no se daba cuenta. Pero poco a poco, iba sabiendo lo que hacía mal. Eran muchas cosas.
         Hizo un rápido recorrido con la mirada alrededor para observar algo fuera de su sitio, alguna pared pintada, o alguna hoja de un libro rota.
         No sabía por qué, pero a su papá nunca le gustaban sus dibujos. Quizá por eso nunca le daba folios en los que pintar y le quitaba todas las pinturas que le regalaba en su cumpleaños. Además, siempre se olvidaba de ordenar los juguetes antes de que llegara del trabajo, así que también se los quitaba. Y ya no le regalaba cuentos ni se los contaba por la noche.
         Cuando terminó de revisar desde debajo de la mesa, se decidió a salir a besarle y abrazarle, seguro que esta vez se había portado bien en su ausencia y no le gritaba.
         Pero era ya demasiado tarde. Su papá ya había entrado y estaba sentado en el sofá, viendo el futbol.
         No le gustaba que le molestase cuando veía el fútbol, así que decidió entretenerse con cualquier cosa.
         Seguro que cuando creciese, cuando cumpliese por fin los cinco años, haría las cosas mejor. Su papá le enseñaría… cuando acabase el partido.



 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini.

miércoles, 17 de abril de 2013

Vamos, salta conmigo.




Vamos, salta conmigo.

Vamos.
Vamos a esperar que cientos de estrellas, brillantes, blancas, esplendidas en toda
la amplitud que nuestra imaginación permita, se fusionen. Que sus rallos se entremezclen, repitiendo una y otra vez la misma estrofa de luz.
Y esperemos que esa luz, sea pura, fresca. Que licúe lo sucio y olorosamente seco de nuestro pasado. Que derrita la vergüenza, los fracasos y derrumbe los podridos muros de nuestro presente.
Vamos a esperar que millones de gritos encerrados en nuestro interior, sean capaces de romper la coraza que nos envuelve haciéndonos creer que nos conserva, prometiéndonos sabiduría y futuro de sonrisas, amores y resultados, mientras que nos esconde la realidad de la belleza, el espasmo de frescura que nos espera fuera, más allá. Fuera de nosotros mismos, donde la realidad es tan liviana, que se escapa al menor soplo de brisa; de aliento.
Seamos por fin el resultado de lo nunca cosechado, pues nada que sea lo diseñado, ha de acompañar nuestro paso.
Seamos, sin planificarnos. Estemos, sin premeditarlo.
Vamos. Dame la mano y salta conmigo. No existirá suelo alguno que limite nuestra libertad de exigir, que lo que queremos es el vacio envolviendo nuestros cuerpos, hechos uno en la caída. Desechos cada uno por nuestro lado.
Mírame mientras caemos. Que no existirá realidad que perturbe nuestros anhelos, sino sueño perfecto creado por nuestros ojos, cerrados al mundo. Abiertos en el nuestro. Entornados.
Enlaza tus dedos en los míos, y déjate caer. Nos sostendremos con ellos, porque con ellos no habrá miedo, soledad, ni angustia. Con ellos agarraremos fuerte lo que tenemos. Lo que poseemos y nunca pedimos. Con ellos sujetaremos lo nuestro, lo tuyo.
Vamos, bésame. Fuerte, en los labios; suave en los párpados. Y susúrrame. Susúrrame con aliento, tu aliento. Cántame con silencio, atronador en el ruido, silencioso en el lamento.
Vamos, ven, caigamos.



 

 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Iván Arencibia Photography
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