El dolor que sentía, de modo crónico desde que ella se fue, en su corazón, en
su estómago, en sus intestinos, ese que le hacía cada noche llorar y cada
mañana vomitar, se elevaba por la garganta y se clavaba, ahora, como una daga,
en su cerebro.
La razón estaba acorralada.
De lo que estaba seguro, era de estar cansado, muy cansado de pensar. Ahora, se
tomaría su tiempo. En ese gélido lugar, estaba tranquilo.
Cada vez le pasaba más a menudo. Empezaba a notar que los valores por los que
tanto y tan fervientemente había luchado, dejaban de tener la importancia que
siempre les había dado.
Era difícil seguir durante tanto tiempo, con la misma fuerza. Y cada vez
ocurría con más frecuencia, que la pereza le mellaba.
Incluso, en ocasiones, sentía obscenos deseos de creer en algo superior al
entendimiento, que le permitiese relajarse, no pensar en las razones de nada.
Delegar la lucha en
otros.
Delegar. Esa palabra cada vez tenía más
atractivo.
Delegar. Emparentada con claudicar y prima hermana de olvidar, descansar...
Tuvo que sacudir la cabeza, cerrando fuertemente los ojos, para expulsar de su
cuerpo ese sentimiento que, de nuevo, estaba intentando apoderarse de él.
No estaba dispuesto, por ahora a dejarse vencer, pero ¿Cómo luchar contra la
incertidumbre? ¿Quién le libraría del dolor? ¿Quién le curaría la soledad? ¿A
quién le pediría explicaciones? ¿A quién le exigiría que, estuviese donde
estuviese ella, estuviese bien?... A quién le preguntaría: ¿Dónde está ahora?
Sacudió de nuevo la cabeza, ahora casi de un modo histérico.
Esta vez, el ataque místico estaba siendo muy fuerte.
Toño Diez.
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