domingo, 28 de julio de 2013

Sin querer quien soy



Sin querer quien soy



La locura de no saber quién se es, es igual a la sensación que produce no saber dónde se está. Perdido en el tiempo. Perdiendo el tiempo.
Si teniendo las manos llenas de sensaciones, que se escurren como queriendo escapar de la tenaza que proporcionan los valores en forma de dedos, no consigo hacer temblar un segundo más mi cuerpo, me siento muerto.
Valores y sustancia, que colma la vida de recuerdos. Banalidades que forman una personalidad agresiva, tenaz, escurridiza y montaraz. Personalidad que es capaz de escabullirse hasta de mí mismo, haciéndome tropezar una y otra vez en el mismo hueco, el mismo bache, el mismo pozo que hace tiempo yo mismo ahondé, con forma de hombre. De hombre tendido. Tendido en el suelo. Como muerto. Muerto. Tendido.
Escupo en mi tumba recreándome en los suspiros y en los espasmos que me produce la sensación de no permitirme vivir. Respiro fuerte el aroma que me produce un recuerdo fabricado para esculpir mi futuro.
No quiero, no quiero estar ni un segundo más conmigo. No me necesito, puedo prescindir de tenerme, de quererme. Maldita la forma de exigirme ser yo mismo, cuando ni siquiera sé si soy.
Mal he de fabricar un cuerpo, si lo que tengo para hacerlo, son los girones de un alma que he dejado para el almuerzo. Me meriendo. Me digiero y me defeco. Porque no me quiero, porque me adoro. Por eso me envidio, y no me aguanto.
Duermo sintiendo lo que no existe, despierto. Atiendo lo que no tengo, porque lo que me queda es algo sin sabor, sin tiempo y sin sustento.  No quiero tener más, no quiero tenerlo. Y la razón evidente de repudiarlo todo, es el miedo que tengo por perderlo.
No pronuncio palabras, porque prefiero vomitarlas. Es mejor para huir de lo que no entiendo. Y nada entiendo.
Vuelvo a mirarme en el espejo, y lo golpeo. Vuelvo a golpear lo que veo, con mis nudillos para ello hechos. Seguro de tener lo que merezco, me quejo de lo que tengo. Porque nada tengo, no quiero.
Sensaciones. Vuelvo a tener sensaciones. Y vuelvo a caer en ese infierno. Espero, disfruto, tiemblo, vomito. Sangriento.
Mañana, lo mismo.


 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

sábado, 27 de julio de 2013

El mar (fragmento del libro "Borrador de un libro en blanco")


        
El mar
(fragmento del libro "Borrador de un libro en blanco") 
(...)

       Sentada en uno de los bancos que miraban al estanque, dejé viajar la mente reposando la mirada en los tranquilos patos que, de vez en cuando, sumergían la cabeza en el agua, buscando quien sabe qué, y sacándola al segundo para sacudirla violentamente, la dejaban sin rastro de humedad.
         Pequeños y asustadizos gorriones que disputaban migas de pan y frutos secos a las palomas, entre sonoros y agudos chillidos.
         Y mientras, con la mirada fija en el agua, dejaba que el silencio empapado de sonidos verdes, rodeara sin tapujos el momento de descanso mental y sentimental. Dejaba que el abrazo de la inopia, el estado de la carencia de ansiedades y el minimalismo de la realidad, refugiase por el momento, la intranquilidad de ser quien era y de estar donde y como estaba.
         Con los brazos cruzados, sin descolgar la mochila de la espalda, ligeramente inclinada hacia adelante y las piernas extendidas, abandonaba las sensaciones dejándolas flotar en el limbo de la espera.
         Porque a veces, las emociones pueden esperar a ser atendidas. Porque a veces, necesitan ser apartadas para dejar espacio para respirar, para tener la posibilidad de coger carrerilla para poder continuar, para seguir corriendo, aunque las piernas duelan, y saltar. Saltar tan alto, que ni los sueños sean capaces de alcanzarte. Saltar, hasta que la noche te cace. Saltar, para escapar.
         Saltar y creer escapar.
         Poco a poco, el gris de los ojos se fue tornando blanco. Al momento, los parpados fueron los que interceptaron ese color, sumiéndolo en un oscuro pero iluminado encierro. Oscuridad iluminada por la música que ofrecía cada rama, cada hoja tocada por el aire lanzando leves suspiros, cada gota que liberándose de su prisión en lo alto, saltaba en loca y silenciosa carrera aérea, para acabar alegremente estrellada contra el suelo, una rama, el agua del estanque o sobre la hierba, cada nota escapada por cada pico, cada boca…
         Todas esas sensaciones, fueron empujando en la frente, consiguiendo, obligando a la cabeza echarse lentamente hacia atrás, seguida del resto del cuerpo, hasta reposar letárgicamente contra el respaldo del banco. Y así, respirar. Suave. Intenso. Despacio. Profundo.
         Espacio de color, oxigeno fresco y esperanza en despertar y no encontrar, la miseria que atesora la realidad y el futuro.
         Sonido de gaviotas... gaviotas...
(...)





 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Iván Arencibia Photography


viernes, 12 de julio de 2013

Adios, amor. Estoy aquí.


Adios, amor. Estoy aquí.


—Me marcho —anunció abriendo la puerta.
—No, no lo harás —aseguró desde el sofá.
—¿No?
—No.
—Y quien me lo impedirá ¿tú?
—No, yo no tengo derecho a hacer eso. Como tampoco tú lo tienes de marchar.

Intrigada, alejó la mano del pomo de la puerta y dio un paso hacia el sofá. La curiosidad era una de las cosas que había conseguido que su vida estuviera llena de ridículas meteduras de pata. Pero así era su personalidad. Y le gustaba.
Aunque también le había traído cosas buenas. No en vano, fue esa misma curiosidad la que llevo a ambos a quererse, amarse y, más tarde, engañarse.

—¿No tengo derecho a irme?
—No. Porque lo que tienes es imposibilidad de hacerlo.
—¡Seguro! —exclamó sarcásticamente torciendo los labios en una sonrisa burlona.
—Nadie se marcha de alguien a quien ha querido. Como mucho intentan huir de un tiempo compartido.

Cogiendo entre sus manos la copa de brandi que situaba la baja mesita de cristal para el té, en el privilegiado centro del salón, le dedicó su mirada. Marrón, amplia, elocuente, cristalina. Sincera.

—Y si ese amor ha sido correspondido de igual forma —prosiguió—, doble condena.
—Pues puedo asegurarte que entre tú y yo, sólo queda una puerta. Y es únicamente de salida.
—Lo único que podrás hacer, es vagar en el tiempo, pues jamás podrás marcharte. Amor, te tengo presa en mi corazón y atada entre mis neuronas. De igual forma, tú me llevas dentro, fundido para siempre en tus recuerdos, junto a cada uno de mis besos.

Silencio.

—Querida —continuó— lo que nos separará jamás será una puerta, sino el último de los besos. Hasta siempre, amor. Cuidate.

La lágrima de ella, caída en el terrazo antes de cerrar, fue lo que después él recogió, uniendo su humedad a la suya, con la punta de dos dedos, en su mejilla.






 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias