miércoles, 13 de noviembre de 2013

Vivirás para siempre



Vivirás para siempre



Tan alto salté, que tuve miedo. Tan rápido corrí, que fue el vértigo, quien me acunó entre mis sueños. Fue tan grave mi error, que  la pesadilla del recuerdo, sirvió como justo castigo, como eterno pozo regresivo. Negro.
“Vivirás para siempre”, me dijo quien habló. Más jamás pude saber quién fue. Puede que fuese yo, o incluso mi propia voz con rostro extraño, surgida de insólita boca. Quizá nadie fue quien me sentenció. Pero lo cierto es que fue, y fue justo. Y temerario.
Y así, fue que desde entonces, vivo. Y así es como, poco a poco, me consumo, me asfixio, me gasto. Pero no muero.
Y así es que me ahogo entre los recuerdos, de un sólo y perdido segundo, que se hace eterno y espléndidamente raro y… ¡tan extraño!
Condenado. Condenado y atado entre mis dedos me hallo, tropezando con mis nudillos, desnudo de abrazos, esculpido en mármol, llorando. Riendo y llorando.
“Vivirás para siempre”.
Don y maldición, primero por no morir, segundo porque no vivo. Que es verdad que nunca estuve del todo cuerdo, pero jamás quise tener locura por encargo, que no tiene mi cerebro precio justo, si se paga por él algo.
Sea como sea, estoy de saldo, y sin embargo… estoy atado.
Maldigo mil veces aquellas palabras, que la eternidad se ha encargado de justificar, como si fuese lo más adecuado, dejar a una persona vivir, pudiendo acabar de inmediato. Dejar recordar el suplicio, que llevó al reo a ese estado. Para siempre. 
Vivir para siempre ¿Quién quiere vivir para siempre?





 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

lunes, 11 de noviembre de 2013

Utopoética de una guerra 5


Utopoética de una guerra 5
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")



Bajó la cabeza la madre,
para que se pudiese ayudar,
del gesto reflexionando,
y se puso a pensar.

—Puede que tu talento,
lograse hacer funcionar,
lo que mi vieja mente cansada,
intenta idear.

—Habla madre, te suplico —
rogó el muchacho.

—Me da miedo sin embargo —continuó—
quedarme sola por mandar,
que hagas algo que es improbable,
que pueda funcionar.

—Señora haremos lo imposible,
para que todo esto acabe,
que sin duda ocurrirá que sea,
para bien o para mal —
bramó el coronel, acercándose a escuchar.

—Bien —aceptó la madre— se intentará.

Todo el mundo se acercó,
rodeando en grupo esperando,
escuchar a la madre,
lo que tenía que hablar.
Silenciosa tanta gente, casi espectral,
aguardaba que comenzase,
y ella comenzó a relatar.

—Necesito soldado poeta,
que lleves masa madre al ejercito,
para el pan.
Que se encuentra al otro lado del puente,
esperando para atacar.
Diciendo que es para los hijos,
que esperan allá,
que se les ha terminado y no tienen
qué comer si no se la das.

—Señora es un suicidio,
para quien pretenda atravesar,
el puente sobre el río.
Morirá antes de pasar.
Morirá sin duda atravesado,
por una mala bala que disparará,
algún desgraciado soldado,
antes de dejarle pasar.

—No si antes intentamos,
algún producto intercambiar —
propuso el soldado llorón, esperando acertar —
nosotros tenemos tabaco picado,
ellos papeles para liar.
A nosotros nos falta eso,
a ellos lo de rellenar.
Podemos proponer este intercambio,
para comenzar a hablar,
y seguir esperando de ellos,
buena voluntad.

—¿Del enemigo buena voluntad? —objetó el comandante—
eso parece soñar.

—Disculpe que le contradiga, mi comandante,
pero el enemigo no lo es tal,
que son muchachos como nosotros,
que les raptaron para luchar,
por algún señorío cobarde,
que no se expone a matar,
y por miedo a ser matado,
manda a otros a luchar.

—Sea como sea, fue como fue.
Y armados hasta los dientes,
están dispuestos a disparar.
Y en cuanto aparezca tu testa,
te la volarán. —insistió.

—No pretendo arriesgarme,
a dejar este mundo sin más,
pero si soy cobarde por no matar,
soy valiente para morir.
Que lo temeroso es intentar vivir,
sin molestar siquiera,
sin alzar la voz por donde sea,
sin intentar creer en uno mismo,
ni defender razón por miedo a que alguien,
se pueda incomodar.
Que el miedo aterrador de morir de miedo,
no es mayor que hacerlo sin más, por evitarlo.
Y para mí, mi comandante,
eso es verdaderamente luchar,
que disparar es apretar un gatillo,
pero combatir es mucho más.
Dispuesto estoy a que me maten,
si con ello puedo evitar,
la misma suerte a alguien.
Y aunque no lo pudiese evitar,
la mera acción vale la pena,
que da sentido a la vida,
y no intentarlo lo quita,
y aumenta una pena,
a la suma de la muerte
que me pueda causar.

—Sea —aceptó el comandante—
Sea y que jamás pueda decir alguien,
que un poeta es un cobarde,
ni que no sabe luchar.


 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

domingo, 10 de noviembre de 2013

Utopoética de una guerra 4


Utopoética de una guerra 4
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")


—No sufráis más por mí, madre,
que armado viajo hasta los dientes.
Mi arma sin duda es mi lengua,
y mis balas las palabras.
Y si es cierto que disparo fuerte,
siempre lo es contra alma.
Que apuntando a la cabeza,
al corazón es al que mata.
Pero sólo muere de tristeza, de amor o de alegría,
y aunque jamás se recupera, crece,
porque todo es poesía.

A esas horas ya,
todo el campamento rodeaba,
la tierna escena de amor.
Ninguno en su puesto estaba,
a riesgo de reclusión,
pero poco peligro había cuando, soldado, teniente y comandante,
abrazaba si no con los brazos,
sí con el corazón.
Igual pena alojada en distinto armazón.

Pena mezclada de alegría,
alegría falta de sustento,
como una silla de cuatro patas,
a la que le faltan dos.
Las dos patas y el respaldo,
que supone tener paz,
tranquilidad y un hijo carente de libertad,
por estar con su gente.

—La alegría sin duda me inunda, más no me llena —
susurró la madre a su poeta.

—Dime qué es lo que te falta, madre.
Aunque creo tener la misma carencia,
para que sea pleno, todo mi corazón —
preguntó su hijo dudando,
entre seguir con su madre abrazado,
o mezclar las lágrimas de los dos.

—Tengo un brote que me dio la vida,
mas si mis cuentas no fallan, falta uno de los dos.
Y que sin él nada está completo.
Porque aunque tú me sustentas,
los dos me sostenéis en vida.
Y con que uno falte yo no vivo,
porque vivo por los dos.

—¿Hablas de mi hermano, madre? ¿Dónde se encuentra?

—De tu hermano hablo, hijo.
Y en el otro lado del puente, quedó atrapado,
cuando llegó tu batallón.
Que no fue hecho soldado,
porque su edad lo evitó.
Pero quizá jamás vuelva a verlo,
cuando se ataque su posición.
Y si vuelvo a verlo tengo miedo,
de que no sea con vida, que quiero a las dos.

—No pienses, eso madre, que me tientas a soltar,
las lagrimas que retengo,
por no parecer más cobarde.
Que las que solté hace tiempo,
me mandaron a la cárcel.

—Nadie queda preso por llorar,
que quien no llora a tiempo,
cautivo queda sin remedio.
Y no hay peores muros,
que los que uno mismo se construye,
pues no vale tiempo ni recursos,
que le faciliten escapar.
Y siendo como son invisibles,
no se pueden derribar.
Llora pues lo que necesites,
y en hacerlo no debes dudar,
que las lágrimas que se expulsan,
a cambio de la misma suya,
libertad te darán.
Mas si las retienes demasiado,
se enquistan y convierten,
en duras sogas, maromas recias
difíciles de desatar.

No hizo caso el muchacho,
aguantando hasta el final,
apretando la mandíbula,
como queriendo el dolor masticar.

—¿Qué podría hacer yo madre,
que pudiera ayudar,
a liberar a mi hermano,
al que tanto puedes amar?


 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

sábado, 9 de noviembre de 2013

Utopoética de una guerra 3


Utopoética de una guerra 3
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")

—Habla muchacho y da por hecho,
que arrestado estarás hoy,
por no obedecer la orden,
de volver a tu posición.
 
—A sus órdenes mi comandante.
Pero permítame antes decirle a esta madre,
donde se encuentra Rodrigo,
que no es ni bueno ni malo,
pero lo tengo como amigo.

—Habla, hijo, habla —
rogó la madre con voz,
entrecortada y profunda,
por la súbita emoción.

—Su hijo, señora, en este pueblo se encuentra,
por cobarde se le dio presa,
por cobarde y escritor.

—¿Cobarde mi hijo? ¿Escritor?

—Sin duda señora, cobarde.
Aunque ya lo dudo yo,
que después de conocer a su madre,
el que me equivoque sea yo.
Rodrigo fue ordenado,
a disparar con el pelotón,
mas ni una sola bala disparó.
Pero fueron miles de hojas a cambio,
de letras que rellenó,
con poemas que a sus compañeros,
uno a uno leyó.
Y al que no supo leer,
él mismo hizo tal favor.
Y al que los ojos les fallaban,
debido a la emoción, al miedo
o alguna bala en su vista alojada,
abrazaba, sentía y consolaba, con sus versos…
duros, sensibles, de aliento y de amor.

—¿Puede ser cierto? —la madre preguntó.

—Lo es —el soldado sentenció.

—¿Por eso fue preso?

—Por eso fue preso,
y por eso nadie le mató.
Que sus letras con magia pura,
una a una ordenó,
de forma que todas unidas,
a todos nosotros emocionó.
Y cuando la orden de matar vino,
nadie quiso responder,
que a un soldado se mata,
a un poeta no.

—¿Dónde pone, soldado, esa norma? Que la lea yo —
bramó ofendido el comandante.

—Si me permite, comandante,
la norma no la podéis leer vos,
que a fuego está en los corazones,
que su voz escuchó.
El mío y el de sus compañeros,
y el del teniente que cautivó,
y haciendo oídos sordos a la orden que llegó,
de asesinar al poeta,
por él mismo lo encarceló.

—¡Tráelo acá raudo, muchacho, que lo vea yo! —
tronó el comandante.

—Sí chiquillo, tráelo. Que le abrace yo —
rogó suave la madre.

Corrió como alma en pena,
o por miedo o por amor,
contento de que la madre lo viese,
con miedo al atronador.

La espera se eternizó,
pero mucho más el abrazo,
cuando Rodrigo apareció.
Que su madre le echó tanto en falta,
que cuando lo tuvo, no le dejó.
Hasta el punto casi de asfixiarle,
hasta que él tosió, y le dijo lloriqueando:

—Madre, aquí estoy yo.
Vivo y sin matar, muerto y sin morir.
Pero resucito al verte, de nuevo sonreír.
Y su madre con la cara entre las manos,
tierna pasión, lágrimas puras,
de fuente virgen de amor,
tuvo por susurrarle,
en la oreja aunque todo el mundo la oyó:

—Qué extraño esto de la guerra,
que dejé atrás un niño cobarde,
y me devuelve un hombre poeta.
Y que cierto el dicho que dice,
que no existe ningún mal,
que por un bien no venga.
Qué miedo he pasado, por ti hijo, por ti.




 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias