domingo, 3 de noviembre de 2013

Alannah (fragmento)


Alannah (fragmento)

Un médico en bicicleta, pasó frente a la pequeña casa blanca de piedra y una sola altura.
Un papel blanco volaba empujado por la fuerza del viento, desatado tras el último algarazo.
Las gotas resbalaban aún en el cristal, como pequeñas estelas dispuestas a suicidar sus ínfimas vidas, en pos de una más que probable necesidad de aparentar estrellas fugaces. Vanidosas, extrañas, transparentes.
Un pequeño vehículo negro, conducido por el cartero, levantaba finas nubes de agua mezclada ligeramente con barro, esparciéndolas en el viento, después de despegarlas del negro pavimento, con los infinitos vuelcos de los neumáticos.
El sonido de unos pasos por la derecha, la obligó a despegar la naricilla del húmedo cristal, para mirar de soslayo, pegando la sien en él.
Los tacones parecían resonar como si hubiese paredes, calles, donde pudiesen revotar en forma de eco, aunque sólo había hierba hasta el final de la llana tierra, donde se adivinaba a lo lejos, el ahora tranquilo y gris mar.
Pequeñas murallas de piedra, delimitando torpemente el pequeño espacio permitido para las tres parejas de yeguas que, pacientemente, aguantaban chaparrón tras chaparrón, con los hocicos pegados en la jugosa ensalada del suelo.
Los tacones, sin dejar de resonar, se perdieron por el lado izquierdo de la casa. Ella tenía, recordó, un chubasquero del mismo color rojo, que llevaba la navegante de los ruidosos zapatos.
Dejaron de escucharse y, en su lugar, el timbre de la casita sonó más estridente y cristalino. Le hizo pegar un respingo, pero no apartó la nariz del cristal. Sabía quién era. Y no le apetecía, porque también conocía su significado.
Sus ojos se tornaron bizcos para intentar observar el último de sus descubrimientos en la ventana: el vaho producido por cada expiración de su nariz.
Aprovechó hasta cinco veces, este efecto tan divertido. Tanto o más divertido que lo que podría suponer su hermosa y chata carita, vista desde el otro lado del cristal, con sus cruzados iris azules y sus labios en forma de preciosa y roja “o”, levemente sonriente.
Y es que, dadas las circunstancias, cualquier cosa era divertida. Dadas las circunstancias.
La voz de la señora Carla, llegó a sus oídos, desde la puerta de entrada, hablando y saludando a su madre que, otra vez, estaba dispuesta para volver a salir.
La señora Carla era muy amable. Y cariñosa. Pero no podía evitar sentir ese dolor en la tripa cada vez que la escuchaba. Su vena rebelde acudía a su cuerpecín de cinco años, haciéndole fruncir el ceño.
Cada vez le gustaba menos la ausencia de su madre ¡Se hacían tan largas las tardes, tan espesas, tan ocres…!
Las mañanas se convertían en meros recuerdos lejanos, mientras que las ansias porque mamá volviese, hacían del resto del día, eterno.
Y después, cuando la odiada eternidad dejaba  paso a la oscuridad, también lo hacía acompañándola de un pesado sopor que no dejaba más de un breve beso, entre sueños, en la complacida cara de su mamá.
Y ella, casi nunca se daba cuenta.
La puerta de su habitación se abrió suavemente.




 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saeaccchino Fotografías

martes, 22 de octubre de 2013

Tres palabras prestadas



Tres palabras prestadas


Préstame tres palabras, prometo jamás usarlas.
Serán las tres únicas, nunca gastadas, aunque vuelen desde tu boca hasta mi mirada. Y será mi mirada, porque no quiero escucharlas, que si lo hiciese, podría tener la tentación, de pronunciarlas.
Y no quiero, no quiero gastarlas. Quiero guardarlas, sólo para mí. Que no las oiga el viento, ni  las perturbe las olas, de la mar sazonada. Que nadie distraiga las formas, que llevan encerradas. De tal manera que ningún amor, en la vida, pueda maltratarlas.
Leeré tus labios, y cerraré la mirada, para que no puedan escapar, de mi pupila dilatada. Para que estén siempre conmigo, dentro, acunadas. Que nunca me encontraré vacío, si están ellas arrulladas, por el ronroneo de mi voz, por el susurro del corazón, por el murmullo del calor, que el deseo de amor les proporciona, en forma de almohada.
Préstame unas palabras, y vete. Nunca después, he de necesitar, compañía en la tarde ni en la mañana, pero ven por la noche, que son frías y están oscuras, si no iluminas mi habitación, con el calor de tu mirada.
Ven por la noche, y envueltos en las mismas sábanas, cuéntame otra vez, sin pronunciar, unas palabras, que narren el roce de tu voz. Pronuncia en mi espalda, en forma de aliento templado, de saliva esparcida, con la punta de tu lengua, la misma lengua que presta palabras, la misma que quiero repartida, por mi piel desnuda, limpia, aterciopelada, tensa de escalofríos al recordar, esas palabras.
Revuelve tus brazos con los míos, tengamos entonces un orgasmo, en silencio, repartiendo abrazos, sonando palabras, regalando versos, de esos que no están escritos, de esos que nadie proclama, que son palabras prestadas, por sensaciones jamás pronunciadas.
Éxtasis de amor y silencio, sudor y telas manchadas, de frases sin pronunciar, de soledades y miradas.
Y vete al amanecer, déjame en mi cama, con mis versos y mis palabras prestadas, con mis sábanas y almohadas.




 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Iván Arencibia Photography

miércoles, 16 de octubre de 2013

Sigue, amor, amando.


Sigue, amor, amando



Recuérdame, cuando te hayas marchado. Y escucha mis recuerdos, grabados con tinta incolora, en tu superficie de cristal, que es en ella en la que me he colgado, en la que he fijado con clavos de hielo, mi confianza.
Y cuando vuelvas los ojos, para mirar atrás, no bajes la cabeza y atiende, que lo que te resta de valentía, te suma en fuerza para tirar el resto.
Recuérdame mientras te olvido, que no costará nunca tan caro el recuerdo de lo que he vivido, de lo que has tenido, como la espera desde quererlo, hasta haberlo conseguido. Lucha eterna por sentir lo que se espera, y mantener en mis brazos, lo que eternamente escapa de mis manos.
Llorarás en tus pasos, y mientras yo recogeré tus huellas, que no tienen calzado, sino las frías pezuñas del incandescente hielo que marca indolente en el suelo, cada mirada tuya, cada beso, cada suspiro, que me has regalado, cada quejido sordo de amor que he absorbido, que has posado en el aire, que has exhalado, mientras nos hemos amado.
Que tengas un gran viaje, y allí donde pares  que encuentres guardado, lo que yo he perdido a tu lado, que es parte de mí, que no me lo has quitado, que te lo he regalado.
Olor que hace hormiguear, sólo recordándolo, mil sensaciones y un millón de orgasmos. Los que hemos creado, los que por tiempo se nos han quedado, los que a gritos hemos lanzado, y con silencio, hemos alimentado.
Recuérdame, por favor, que en ello tengo el sentido, que cuelga de mi existencia. Recuérdame, aunque sólo sea por un rato, el que necesito por ser tu voz, el ruido que necesita mi oído esclavo, atado por tus sonidos, tapado por tu sigilo, escondido tras tu secreto arcano.
Déjame agarrarte, y amárrame a tu espalda, mucho antes de que alguien llegue y dispare, y todo esto acabe, con mil pedazos de hielo en el suelo, y cien lamentos de mi piel, intentando reunirlos luego.
Sigue, amor, amando.



 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

martes, 8 de octubre de 2013

No recuerdo como hacerlo



No recuerdo como hacerlo

Y cuando la sentí volver, extendí muy alto el brazo, deseando que a él llegase, posándose y agarrando fuerte, y que con el batir de sus alas, se me llevase eterna, volando.
Mas no ocurrió lo deseado, que quedó mirando en lo alto, como madre que escrudiña el sueño de su hijo desvelado, como padre que llevando a su niña, acunada en sus fuertes brazos, no tiene vista para el paso, que su mundo lo va paseando.
No siento la nada, que si no existe el infierno, no queda quimera que alcanzar, no queda ensueño que trastorne el silencio, que amase lo infinito para recordar. Para recordarme.
Recuérdame tú, entonces. Cuando ya no exista, extiende la mano y grita al aire, fuerte, profundo, y espera. Regresaré en el aroma, incienso que rellena el tiempo que jamás pudo permanecer, ese que resultó vano, esclavo de sí mismo. Ese que escapó de entre mis dedos, para colarse en tus entrañas, ese que corroe el espacio libre para anudar, uno a uno, todos tus órganos con los míos.
Escucha. A lo lejos se oye el eco de mis pasos. Se acercan pendencieros, violentados por el mismo sonido que producen, esquivados por el futuro que construyen, repudiados por el remoto estrépito del ayer, que sin embargo, les persigue para recordarles que, una vez, fueron, pisaron, estuvieron… y jamás regresaron.
Y ahora, aquí en un silencio perturbador, me encuentro aguardando tu tropiezo, esperando que choques conmigo, aunque sólo sea en un recuerdo perdido, mal asfaltado. Aunque sea con un frio beso. Y sin embargo, no voy a tu encuentro, porque que me das miedo.
¿Por qué no me matas… y te mueres conmigo? ¿Por qué me rechazas, si quieres lo mismo?
Extiende las alas, tapa con ellas el Sol, que ya no hace falta. Que no tengo herida, que se cure con calor. Que no me queda ya espacio, que rellenar con su luz. Ciégame con tus zarpas, y llévame arrastras, hasta que el final de mis días, acabe con mis entrañas, esparcidas por los mares, de las eternas alabanzas.
No. Mejor no me recuerdes. Espera que regrese, o limita el olvido en el que me tienes, Pinta de indiferencia tu visión, cuando me mires inerte. Destapa el trueno que anuncia el caos, para que todo el mundo sienta, que no me mereces. Que no me perteneces.
Mi brazo extiendo, esperando tus garras, pero no recuerdo, como hacerlo.



 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias