Los azules ojos se clavaron en el
horizonte. Otra vez.
La mirada se paseó por la línea que
separa la tierra del cielo, hasta topar con la cegadora luminosidad rojiza del
atardecer.
La suave música, escuchada tras unos
auriculares blancos, inundaba sus pensamientos, mientras, el mar seguía
gritando su inacabable estrofa contra la arena. Pero ninguno de los susurros
llegaba a sus oídos.
Sólo el lamido de las olas en sus pies
unía los dos mundos, el suyo y el otro, en el que vivían el resto de las
personas.
Sólo el roce de la brisa comunicaban
los aromas desprendidos, en parte por la mar, en parte por el momento, en parte
por ella misma.
Tuvo que apartar la mirada del sol, por
obligación.
—Todo acabo haciéndolo por obligación
—pensó con fastidio.
Bajando la cabeza, refugió su
momentánea ceguera en el suelo. Según fue aclarándose, fueron perfilándose unos
blancos, suaves, cuidados y ligeramente arenosos pies femeninos, semi-hundidos
en la fina arena. Los dedos, con las uñas pintadas de diferentes colores,
se movieron ligeramente arriba y abajo de forma inconsciente, puede que
para guardar el equilibrio, quizá por simple acto reflejo. Como queriendo
remarcar su protagonismo.
Mientras, el ligero viento jugueteaba
con el vuelo del vestido blanco que le cubría apenas las rodillas.
Y la música, inspirada en la Belle
Époque francesa, seguía sonando en su cabeza, nostálgica y melodiosa. Coincidía
plenamente con su estado de ánimo.
Sin saber por qué, quizá por la misma
razón por la que nunca pensaba antes de hablar, fue bajando la cabeza, mirando
cada vez más abajo, hasta llegar a mirar a través de sus piernas. Hacia atrás.
Así, en esa posición, totalmente
encorvada, con las rodillas semiflexionadas y apartando con ambas manos su
falda, escrutó el paisaje vuelto del revés, que se extendía tras de sí.
Observó a la poca gente que aún se
encontraba en la playa, disfrutando del atardecer, de la soledad o simplemente
paseando románticamente con su pareja. Alguno, haciendo su tradicional carrera.
Un poco más allá, el tipo que antes
había intentado ridículamente impresionarla con sus ejercicios musculatorios,
seguía en sus trece con cualquier chica mona que pasaba cerca de su posición.
Ella sonrió al verlo del revés.
Justo al lado, un poco separados, dos
chicos, seguramente extranjeros, bebían cerveza amigablemente mientras reían
los aspavientos del morenote musculoso.
Se fijó en sus propias huellas dejadas
por sus pies, hasta su posición, en la húmeda arena. Las siguió desde donde
aparecían hasta donde el agua las había borrado.
Se le antojó una historia. La historia
de una chica… ella misma por ejemplo, que no sabía andar si no veía huellas. Se
preguntó cómo podría hacer para desandar lo andado o avanzar por terreno nuevo.
En su cuento, la chica, después de haber avanzado por las huellas de otro, se
percató de que la marea había borrado todas las marcas.
En seguida se olvidó de la historia.
Ella era así.
—Frente a mí, el mar. Detrás, la
orilla, la arena —susurró para que nadie la escuchara— ¿O es al contrario?
Decidió, que en esa posición, el mar
estaría detrás y la tierra, frente a ella.
También se olvidó de ello.
Una ola algo más fuerte de lo normal,
la sacó de su ensimismamiento y le permitió notar la presión de la sangre en su
cara, al llevar tanto rato en esa ridícula posición.
Su vista regresó
inconscientemente al morenazo pavo
que seguía desplegando todo su armamento físico.
Los dos chicos, seguía divertidos con
el espectáculo.
No, los dos no. Se percató de que uno
de ellos no miraba al florero, sino
directamente a ella.
Al notar que le había descubierto, éste
le sonrió y, con gesto cómplice, alzó su cerveza en señal de brindis.
El resto, fue un cúmulo de
circunstancias. La sangre acudió con más fuerza a su cara impulsada por la
vergüenza y la mirada se desvió al suelo justo en el momento de llegar la
siguiente ola, la cual desequilibró sus pies y fue a parar con su trasero en el
agua.
Y así quedó, sentada frente al sol, las
piernas extendidas y con la falda empapada.
Uhm... Resultaba agradable sentir en
las piernas las suaves y tiernas lametadas del fresco mar. Cerró los ojos para
sentir. Y otra historia acudió a su cabeza. Y otro aroma. Pero el mismo sol.
La sangre retrocedió. La música seguía
sonando. No oyó la risa de los muchachos. Ni se percató del musculoso moreno
que fue raudo a rescatarla de esa situación. Simplemente, también olvidó el
momento, pues otro había comenzado. Más intenso, más reciente.
Hundió las manos en la arena hasta las
muñecas…
Respiró.
Toño Diez.