Tan pequeño y tan
liviano. Tan ínfimo y sin embargo, tan pesado.
A saltitos, de
puntillas, cantando, y por dentro, llorando.
Con la luz en las
mejillas, como si fuera coloreando el campo,
para que todos le
vean feliz, que nadie le encuentre sentado,
con la cara entre las
manos, los ojos sin mirar. Soñando.
Escondido entre
lápidas de mármol blanco, quien un día soñó ser luchador,
reposa todavía
esperando.
Un día una diosa
cosió pedazos de su piel, sus huesos y sus manos.
Construyó con ellos
un mundo. Con ellos y un cálido abrazo.
¡Protégeme! oh hada de
los demonios que me habitan ¡Aléjalos de aquí...!
Sostén tu mano en mí
y dame tiempo para esperar… más.
¡Que venga quien
nunca se quedará, porque mi lado ocupado está!
Y ella, contando
flores y llorando, clavaba en el mar puñales. Estacas en mil flores de
azahares.
En idioma lisonjero,
cantaba versos de miel de romero, y miraba… directa a los ojos.
Piel de cristal,
párpados de invisible terciopelo. Y esos besos… sus besos…
Construyó un mundo
entero para mí, donde sólo estaba yo. Lo hizo y se marchó.
Él se quedó en ese
mundo, que era el suyo, sólo suyo. Suyo y sólo.
Risitas roncas que se
escapan, tras dejar de llorar… por no llorar, mientras en mi escondrijo dejo un
tiempo e intento olvidar,
y olvidando por
olvidar jamás pude ya recordar,
que lo que ya no
recordaba, no lo podía olvidar.
Espejo o careta;
disfraz o ingenua desnudez. ¡Anímate, puedo sonreír!
No pasa nada, todo
está bien.
En el pozo sólo quepo
yo, y en este tiempo cuento estrellas para que me veas soñar.
Mientras espero a que
la niebla venga. Es mi niebla, sólo la veo yo.
En su mundo quedó
para siempre, hasta que el hada vuelva.
Sólo ella entiende
qué ocurre en su mundo. Ella solo lo ve. Y su niebla.
Satisfáceme sólo un
segundo, un segundo más.
Sólo ella entiende.
Solo. Satisfáceme solo.
Toño Diez