martes, 22 de octubre de 2013

Tres palabras prestadas



Tres palabras prestadas


Préstame tres palabras, prometo jamás usarlas.
Serán las tres únicas, nunca gastadas, aunque vuelen desde tu boca hasta mi mirada. Y será mi mirada, porque no quiero escucharlas, que si lo hiciese, podría tener la tentación, de pronunciarlas.
Y no quiero, no quiero gastarlas. Quiero guardarlas, sólo para mí. Que no las oiga el viento, ni  las perturbe las olas, de la mar sazonada. Que nadie distraiga las formas, que llevan encerradas. De tal manera que ningún amor, en la vida, pueda maltratarlas.
Leeré tus labios, y cerraré la mirada, para que no puedan escapar, de mi pupila dilatada. Para que estén siempre conmigo, dentro, acunadas. Que nunca me encontraré vacío, si están ellas arrulladas, por el ronroneo de mi voz, por el susurro del corazón, por el murmullo del calor, que el deseo de amor les proporciona, en forma de almohada.
Préstame unas palabras, y vete. Nunca después, he de necesitar, compañía en la tarde ni en la mañana, pero ven por la noche, que son frías y están oscuras, si no iluminas mi habitación, con el calor de tu mirada.
Ven por la noche, y envueltos en las mismas sábanas, cuéntame otra vez, sin pronunciar, unas palabras, que narren el roce de tu voz. Pronuncia en mi espalda, en forma de aliento templado, de saliva esparcida, con la punta de tu lengua, la misma lengua que presta palabras, la misma que quiero repartida, por mi piel desnuda, limpia, aterciopelada, tensa de escalofríos al recordar, esas palabras.
Revuelve tus brazos con los míos, tengamos entonces un orgasmo, en silencio, repartiendo abrazos, sonando palabras, regalando versos, de esos que no están escritos, de esos que nadie proclama, que son palabras prestadas, por sensaciones jamás pronunciadas.
Éxtasis de amor y silencio, sudor y telas manchadas, de frases sin pronunciar, de soledades y miradas.
Y vete al amanecer, déjame en mi cama, con mis versos y mis palabras prestadas, con mis sábanas y almohadas.




 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Iván Arencibia Photography

miércoles, 16 de octubre de 2013

Sigue, amor, amando.


Sigue, amor, amando



Recuérdame, cuando te hayas marchado. Y escucha mis recuerdos, grabados con tinta incolora, en tu superficie de cristal, que es en ella en la que me he colgado, en la que he fijado con clavos de hielo, mi confianza.
Y cuando vuelvas los ojos, para mirar atrás, no bajes la cabeza y atiende, que lo que te resta de valentía, te suma en fuerza para tirar el resto.
Recuérdame mientras te olvido, que no costará nunca tan caro el recuerdo de lo que he vivido, de lo que has tenido, como la espera desde quererlo, hasta haberlo conseguido. Lucha eterna por sentir lo que se espera, y mantener en mis brazos, lo que eternamente escapa de mis manos.
Llorarás en tus pasos, y mientras yo recogeré tus huellas, que no tienen calzado, sino las frías pezuñas del incandescente hielo que marca indolente en el suelo, cada mirada tuya, cada beso, cada suspiro, que me has regalado, cada quejido sordo de amor que he absorbido, que has posado en el aire, que has exhalado, mientras nos hemos amado.
Que tengas un gran viaje, y allí donde pares  que encuentres guardado, lo que yo he perdido a tu lado, que es parte de mí, que no me lo has quitado, que te lo he regalado.
Olor que hace hormiguear, sólo recordándolo, mil sensaciones y un millón de orgasmos. Los que hemos creado, los que por tiempo se nos han quedado, los que a gritos hemos lanzado, y con silencio, hemos alimentado.
Recuérdame, por favor, que en ello tengo el sentido, que cuelga de mi existencia. Recuérdame, aunque sólo sea por un rato, el que necesito por ser tu voz, el ruido que necesita mi oído esclavo, atado por tus sonidos, tapado por tu sigilo, escondido tras tu secreto arcano.
Déjame agarrarte, y amárrame a tu espalda, mucho antes de que alguien llegue y dispare, y todo esto acabe, con mil pedazos de hielo en el suelo, y cien lamentos de mi piel, intentando reunirlos luego.
Sigue, amor, amando.



 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

martes, 8 de octubre de 2013

No recuerdo como hacerlo



No recuerdo como hacerlo

Y cuando la sentí volver, extendí muy alto el brazo, deseando que a él llegase, posándose y agarrando fuerte, y que con el batir de sus alas, se me llevase eterna, volando.
Mas no ocurrió lo deseado, que quedó mirando en lo alto, como madre que escrudiña el sueño de su hijo desvelado, como padre que llevando a su niña, acunada en sus fuertes brazos, no tiene vista para el paso, que su mundo lo va paseando.
No siento la nada, que si no existe el infierno, no queda quimera que alcanzar, no queda ensueño que trastorne el silencio, que amase lo infinito para recordar. Para recordarme.
Recuérdame tú, entonces. Cuando ya no exista, extiende la mano y grita al aire, fuerte, profundo, y espera. Regresaré en el aroma, incienso que rellena el tiempo que jamás pudo permanecer, ese que resultó vano, esclavo de sí mismo. Ese que escapó de entre mis dedos, para colarse en tus entrañas, ese que corroe el espacio libre para anudar, uno a uno, todos tus órganos con los míos.
Escucha. A lo lejos se oye el eco de mis pasos. Se acercan pendencieros, violentados por el mismo sonido que producen, esquivados por el futuro que construyen, repudiados por el remoto estrépito del ayer, que sin embargo, les persigue para recordarles que, una vez, fueron, pisaron, estuvieron… y jamás regresaron.
Y ahora, aquí en un silencio perturbador, me encuentro aguardando tu tropiezo, esperando que choques conmigo, aunque sólo sea en un recuerdo perdido, mal asfaltado. Aunque sea con un frio beso. Y sin embargo, no voy a tu encuentro, porque que me das miedo.
¿Por qué no me matas… y te mueres conmigo? ¿Por qué me rechazas, si quieres lo mismo?
Extiende las alas, tapa con ellas el Sol, que ya no hace falta. Que no tengo herida, que se cure con calor. Que no me queda ya espacio, que rellenar con su luz. Ciégame con tus zarpas, y llévame arrastras, hasta que el final de mis días, acabe con mis entrañas, esparcidas por los mares, de las eternas alabanzas.
No. Mejor no me recuerdes. Espera que regrese, o limita el olvido en el que me tienes, Pinta de indiferencia tu visión, cuando me mires inerte. Destapa el trueno que anuncia el caos, para que todo el mundo sienta, que no me mereces. Que no me perteneces.
Mi brazo extiendo, esperando tus garras, pero no recuerdo, como hacerlo.



 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

lunes, 7 de octubre de 2013

Encadenado a sí mismo



Encadenado a sí mismo


En una de sus enormes manos, una gran piedra.
En la otra, la izquierda, un terrón de seca arcilla se deshacía ante su presión, mientras sus oscuros y entornados ojos, dirigían una altiva y seria mirada hacia el horizonte. El inmenso y sempiterno horizonte, tan sólo roto en algún momento, por la misma arrogante y altanera figura de algún castillo ruinoso, testigo imperecedero del transcurrir del tiempo y de la historia de esos pueblos. Marcador fiable de su decadencia, de su resistente orgullo. Ese horizonte perennemente azul, límpido, pálido y, en ocasiones, polvoriento, en el que hacía tanto tiempo que no asomaba una nube.
En los labios, una imperceptible mueca de disgusto, de impaciencia. Hacía falta lluvia, pero esas tierras eran caprichosas, duras. Como él.
—Maldita tierra, asco de clima —murmuró sin necesidad apenas, de mover los labios.
Hacía ya cuarenta y cinco años, había deseado marcharse de allí. Lo recordaba perfectamente. Llevaba cuarenta y cinco años lamentándose de no haberlo hecho, cada día. Hoy no había sido diferente.
Pero eso ocurría cada amanecer, al asomarse a la ventana de la habitación de su blanqueada y desconchada casa de adobe. Después, en el silencioso  desayuno… bueno, en el desayuno ya había conseguido no pensar. Se limitaba a sostener la mirada al frente, leyendo una y otra vez la frase grabada en la figura de la Virgen del Pilar, colocada sobre la vieja cómoda, que había obtenido en uno de los pocos viajes que había realizado —costeado por el ayuntamiento— en su vida: “Recuerdo de Zaragoza”.
Más tarde, en el bar de barra alta y antigua del pueblo, almorzaría a base de jamón y chorizo, regado por el riquísimo tinto de Ribera. Exaltaría su tierra, sus productos, sus lugareños vecinos… junto a sus vecinos, y seguiría después, con sus numerosos quehaceres diarios, que le exigían sus campos.
Dio una vuelta sobre sí mismo, siguiendo con la mirada la llana y enorme frontera entre el cielo y la tierra, saboreando la claustrofobia, la sensación de poder que emanaba de ella, sintiendo el miedo que tan anchas tierras hacían sentir a cualquiera, pero transformándolo en artificial engreimiento por pertenecer a ella, con su malcriado y caprichoso orgullo, antaño encerrado en sus castillos, en su frente grabado hogaño.
No le faltaba dinero. Vivía bien. Afortunadamente, esos terrones de arcilla, producían más por política, que lo que en ellas la vida albergaba. Y eso le favorecía.
No le faltaba tiempo… si se entendía con eso que no necesitaba invertirlo demasiado en estrés. Sin embargo le faltaba, porque notaba que se le terminaba. Siempre lo sintió así.
Bajó la mirada. Escupió para devolver tierra, a la tierra. Volvió a mirar al frente, masticando lentamente el resto de arena que se había negado a salir.
Odiaba eso. Odiaba esa ruda, fría y desagradecida tierra. Odiaba esos larguísimos, secos y heladores inviernos. Odiaba esos calurosos y yermos veranos, donde hasta las sombras buscaban desesperadas, algún árbol bajo el que cobijarse. Odiaba el tiempo detenido de los castillos, el seco y afrutado vino, el grasiento y sabroso jamón serrano. Odiaba ese azul pálido del cielo diurno, y el estrellado y precioso negro de la noche. Odiaba que fuese el mejor sitio para ver el firmamento entero.
Odiaba presumir de historia. Odiaba el ondear inmenso del cereal, cual enorme bandera patriótica. Odiaba los rojos, verdes, blancos y amarillos de la tierra desnuda. Odiaba el árbol que había sobrevivido allí, a lo lejos, único vestigio de una historia de bosques.
Odiaba a sus vecinos, su amabilidad y odiaba que nunca mirasen a los ojos al hablar. Odiaba no poder mirar a los ojos al hablar. Odiaba su nobleza, y odiaba la Virgen del Pilar. Y aquella cómoda que resistía el tiempo marcado por sus desaparecidos padres, con ella. También la odiaba.
Pero lo que más odiaba, era sin duda lo que más le amarraba: la soledad.
Esa soledad cargada de melancolía insensata y de cobardía suprema, que inundaba cada célula, negando a sus músculos a reaccionar, a su cabeza salirse del guión y a su corazón, revelarse.
Llamar fuerza y orgullo, a la cobardía. Seguridad, a la costumbre. Belleza, al vacío. Malestar, al hastío y cansancio, al hartazgo.
Odiaba disfrazarse de persona.
Volvió a escupir la rumiada tierra de su boca. Subió al enorme tractor, y siguió labrando.

 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Jose bueis Aguado.