Tiempo
El tiempo pasa a trompicones.
Y
avanza implacable, pero sangrando hachazos. Hendiendo profundas cicatrices. Más
profundas cuanto más resistencia a su paso encuentra, como queriendo dar
ejemplo ajeno una y otra vez.
Se
atasca por momentos, ralentizándose hasta la extenuación, sin lógica ni
sentido.
Se
estira, se amasa, se rumia... y después, sin avisar, emprende una loca carrera
llena de obstáculos que apenas permite salvarlos, saltarlos o esquivarlos.
Y a cada
uno, una nueva cicatriz.
La
mirada se oscurece, el brillo se esconde tras los párpados, mientras los ojos
se empequeñecen. Y cuando alguien los mira, encuentra sabiduría, donde sólo
existe cansancio.
Admite
rarezas, y permite desaires, desplegando condescendencia altruista, limitando
palabras por no cansar y abraza tiernamente por sentir cerca el fin.
El
tiempo aplasta, destroza y aniquila... el tiempo.
Y
mientras, algunos se afanan por recuperar lo perdido irremediablemente para
siempre, pues nunca vuelve. Y olvida sentir lo que posee, tocar lo que se
escapa, también por no tocarlo.
Y
luego desesperan pretendiendo gritar sin cuerdas vocales suficientes, masticar
sin dientes, y templar temblando. Más tarde se vencen, se agostan y se tienden
a esperar. Y esperan, esperan, esperan... hasta que pasa el miedo. Hasta que ya
no hay preguntas.
Y
después, duermen.
El
tiempo es una espera, viendo pasar el tiempo mientras se espera, que el tiempo
pase.
Texto: Toño Diez.
Foto: Nicolás Saracchini.