Los ecos de sus
pasos, resonaban en el templo. La mística del silencio, sólo acompañado
por el más sublime de los tormentos, registraba cada uno de sus sentimientos.
Uno a uno. Segundo a segundo. Momento a momento.
Ante el inmenso y vacío espacio del recinto, otrora sagrado, respiraba
sin esfuerzo la húmeda frescura del amanecer, que se filtraba entre las ruinas
de los muros.
Fantasmagóricas luces fronterizas, rosadas unas, plateadas otras, pero tenues y
fugaces todas, dibujaban momentáneos y esbeltos tapices en las desnudas piedras
adornadas de fino musgo verde, casi fluorescente, dejando una brillante estela
en la bruma que, poco a poco, se iba disipando del interior.
Se detuvo en el centro del largo pasillo de la nave central. Frente a lo que
quedaba de un desvencijado altar. A la derecha, una pila bautismal extrañamente
intacta.
La vista se fijó brevemente en una pareja de negros cuervos que se acicalaban
las alas, en la parte superior del magullado presbiterio.
No tenía ni la más remota idea de qué le había llevado a ese lugar. No
recordaba cómo había llegado. A decir verdad, no recordaba ni su nombre. Aunque
tampoco le importó. Ya habría tiempo de pensar. O quizá no.
Toño Diez.