Utopoética de una guerra 4
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")
—No sufráis más por
mí, madre,
que armado viajo
hasta los dientes.
Mi arma sin duda es
mi lengua,
y mis balas las
palabras.
Y si es cierto que
disparo fuerte,
siempre lo es
contra alma.
Que apuntando a la
cabeza,
al corazón es al
que mata.
Pero sólo muere de
tristeza, de amor o de alegría,
y aunque jamás se
recupera, crece,
porque todo es
poesía.
A esas horas ya,
todo el campamento
rodeaba,
la tierna escena de
amor.
Ninguno en su
puesto estaba,
a riesgo de
reclusión,
pero poco peligro
había cuando, soldado, teniente y comandante,
abrazaba si no con
los brazos,
sí con el corazón.
Igual pena alojada
en distinto armazón.
Pena mezclada de
alegría,
alegría falta de
sustento,
como una silla de
cuatro patas,
a la que le faltan
dos.
Las dos patas y el
respaldo,
que supone tener
paz,
tranquilidad y un
hijo carente de libertad,
por estar con su
gente.
—La alegría sin
duda me inunda, más no me llena —
susurró la madre a
su poeta.
—Dime qué es lo que
te falta, madre.
Aunque creo tener
la misma carencia,
para que sea pleno,
todo mi corazón —
preguntó su hijo
dudando,
entre seguir con su
madre abrazado,
o mezclar las
lágrimas de los dos.
—Tengo un brote que
me dio la vida,
mas si mis cuentas
no fallan, falta uno de los dos.
Y que sin él nada
está completo.
Porque aunque tú me
sustentas,
los dos me
sostenéis en vida.
Y con que uno falte
yo no vivo,
porque vivo por los
dos.
—¿Hablas de mi
hermano, madre? ¿Dónde se encuentra?
—De tu hermano
hablo, hijo.
Y en el otro lado
del puente, quedó atrapado,
cuando llegó tu
batallón.
Que no fue hecho
soldado,
porque su edad lo
evitó.
Pero quizá jamás
vuelva a verlo,
cuando se ataque su
posición.
Y si vuelvo a verlo
tengo miedo,
de que no sea con
vida, que quiero a las dos.
—No pienses, eso
madre, que me tientas a soltar,
las lagrimas que
retengo,
por no parecer más
cobarde.
Que las que solté
hace tiempo,
me mandaron a la
cárcel.
—Nadie queda preso
por llorar,
que quien no llora
a tiempo,
cautivo queda sin
remedio.
Y no hay peores
muros,
que los que uno
mismo se construye,
pues no vale tiempo
ni recursos,
que le faciliten
escapar.
Y siendo como son
invisibles,
no se pueden
derribar.
Llora pues lo que
necesites,
y en hacerlo no
debes dudar,
que las lágrimas
que se expulsan,
a cambio de la
misma suya,
libertad te darán.
Mas si las retienes
demasiado,
se enquistan y
convierten,
en duras sogas,
maromas recias
difíciles de
desatar.
No hizo caso el
muchacho,
aguantando hasta el
final,
apretando la
mandíbula,
como queriendo el
dolor masticar.
—¿Qué podría hacer
yo madre,
que pudiera ayudar,
a liberar a mi
hermano,
al que tanto puedes
amar?
Texto: Toño Diez.
Foto: Nicolás Saracchini Fotografias