Desde dentro,
como un estallido nuclear en el fondo del mar, una enorme burbuja de energía se
prepara para destruir, primero replegándose como para coger impulso, y después,
reventando en miles de millones de puntos de infausta y ridícula ingenuidad de
lo ficticio. De lo absurdo. De lo patético.
Y cada zancada que pego, me acerca más
y más a ningún sitio en el que ya no esté. Cada una de ellas reclama su parte
de desquiciada histeria. Histeria terrorífica.
El miedo me invade. Sigue haciéndolo
porque el infierno no para. Sigue tras de mí, empujándome incesantemente al
abismo de la mente.
Y las voces que aturden mis oídos, los
gritos y ruidos que no me dejan pensar, los miedos terribles que no me dejan
sentir… ¡Quiero morir!
Las paredes se estrechan y me golpean.
Ahora se ensanchan, pero soy yo quien corre hacia ellas, chocando con
estruendoso sonido. Paro. Caigo en la
cuenta. Los truenos que escucho son cada uno de los golpes que mi cuerpo
generan contra las paredes.
Y tapándome los oídos, caigo sin
fuerza, chillando y suplicando perdón. Porque el infierno sigue acercándose. Me
duele la cabeza, me arde el cuerpo.
¡Y grito, grito, grito...! Mientras me
retuerzo, grito. Mientras ellos gritan más fuerte que yo.
—Ya pasó, ya pasó.
Consigo distinguir palabras de entre las
absurdas mordeduras sonoras de mi cabeza.
—Tranquilo, ya pasó. Ya está.
Sí, son palabras. Y caricias. Y brazos.
—Parece que ya se tranquiliza —oigo
decir, mientras las voces se acallan poco a poco.
—Sí, este tranquilizante es fuerte.
Sujétalo un poco mientras le limpio el sudor y la sangre —dice otro.
Ahora sólo veo oscuridad. Bendita
oscuridad. Mi cuerpo exhausto, se relaja. Mi respiración se acompasa. Ya ha
pasado.
Ya ha pasado… Ya ha terminado.
Toño Diez.
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