Y el infierno
cada vez está más cerca.
Tras la equidistancia de lo superfluo y
lo profundo, tras la bastedad del tiempo y tras la negrura de lo desconocido… el
infierno aguarda.
Las enormes paredes blancas, de esta
enorme habitación de dos por dos, no hacen sino reflejar todas las esperanzas
que intento emitir al exterior. Y ya no tengo fuerzas para seguir ahuyentando a
los malos pensamientos y a las peores vibraciones.
Si no fuera por la intención verdadera
de ser lo que no soy, de estar donde no puedo, o de fundirme en el espacio como
una autentica energía cósmica, no estaría aquí.
Pero no tengo la más mínima intención
de esconderme. Ni de esconder lo que otros esconderían por miedo. No quiero más
por menos, ni alto por ancho, sólo quiero lo mío. Sólo reclamo el derecho a ser
yo, o tú, o él. Y dejar de serlo cuando me plazca o cuando tenga necesidad de
hacerlo.
Y el infierno sigue acercándose, lento
pero inexorablemente. Sus fauces, puedo verlas ahora que han apagado las luces.
Puedo sentirlas ahora que han cerrado las puertas. Su aliento babea saliva en
mi nuca, sangre de ansioso deseo carnal… y grita.
Grita obscenos insultos en mis oídos, y
amenazas terribles. Todo a un volumen tal que mientras grito intentando
sobreponerme a él, nadie puede llegar a escucharlo. Ellos sólo me escuchan a
mí.
Y no está sólo. Miles de bastardos
demonios encarnados añaden sus voces al estruendo.
“¡Ya no puedo más, ya no puedo más!” murmuro
en un estallido de desesperación que clama la necesidad de autodestrucción.
Autodestrucción negada sistemáticamente
por quien decide de forma unilateral, aclamarse como guardián de mi cordura,
sin saber que es esta la que me da las razones necesarias para mantenerme…
loco.
Quiero y no puedo. Hablo, grito,
susurro, espero, muero y despierto. Y mientras hago esto, nunca, nunca dejan de
gritar.
Dos por dos, dos por dos, dos por dos… con
frenéticos pasos cuento las esquinas del enorme local, mientras espero. Los
brazos chocan con las blandas paredes de forma incoherente, mientras la forma
hipnótica del suelo, del techo… hipnóticas, hipnóticas, hipnót…
Sentado siento. De pies lamento.
Tumbado tiemblo…
Vuelo. Ahora vuelo. Pero no escapo. No
despego.
¡Dios! ¡Si me dejasen en paz! ¡No
quiero más escuchar! Ruidos y lamentos, retumbar de truenos inconexos, voces,
voces y más voces. No quiero escuchar más.
Nadie lo entiende. Pero el fin se
acerca. Me lo han dicho ellas, las voces. Y siguen gritándomelo una y otra vez.
Ahora no, ahora no las tengo, las tengo,
se fueron, están aquí, gritan, y oigo sollozos ¿Son míos? No hay nadie ¡No hay
nadie!
Grito. Y lo hago con toda las
fuerzas que añaden a mi voluntad, las de la razón. Toño Diez.
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