Adios, amor. Estoy aquí.
—Me marcho
—anunció abriendo la puerta.
—No, no lo
harás —aseguró desde el sofá.
—¿No?
—No.
—Y quien me lo
impedirá ¿tú?
—No, yo no
tengo derecho a hacer eso. Como tampoco tú lo tienes de marchar.
Intrigada, alejó
la mano del pomo de la puerta y dio un paso hacia el sofá. La curiosidad era
una de las cosas que había conseguido que su vida estuviera llena de ridículas
meteduras de pata. Pero así era su personalidad. Y le gustaba.
Aunque también
le había traído cosas buenas. No en vano, fue esa misma curiosidad la que llevo
a ambos a quererse, amarse y, más tarde, engañarse.
—¿No tengo
derecho a irme?
—No. Porque lo
que tienes es imposibilidad de hacerlo.
—¡Seguro!
—exclamó sarcásticamente torciendo los labios en una sonrisa burlona.
—Nadie se
marcha de alguien a quien ha querido. Como mucho intentan huir de un tiempo
compartido.
Cogiendo entre
sus manos la copa de brandi que situaba la baja mesita de cristal para el té,
en el privilegiado centro del salón, le dedicó su mirada. Marrón, amplia,
elocuente, cristalina. Sincera.
—Y si ese amor
ha sido correspondido de igual forma —prosiguió—, doble condena.
—Pues puedo
asegurarte que entre tú y yo, sólo queda una puerta. Y es únicamente de salida.
—Lo único que podrás
hacer, es vagar en el tiempo, pues jamás podrás marcharte. Amor, te tengo presa
en mi corazón y atada entre mis neuronas. De igual forma, tú me llevas dentro,
fundido para siempre en tus recuerdos, junto a cada uno de mis besos.
Silencio.
—Querida
—continuó— lo que nos separará jamás será una puerta, sino el último de los
besos. Hasta siempre, amor. Cuidate.
La lágrima de
ella, caída en el terrazo antes de cerrar, fue lo que después él recogió, uniendo
su humedad a la suya, con la punta de dos dedos, en su mejilla.
Texto: Toño Diez.
Foto: Nicolás Saracchini Fotografias
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