Utopoética de una guerra 3
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")
—Habla muchacho y
da por hecho,
que arrestado
estarás hoy,
por no obedecer la
orden,
de volver a tu
posición.
—A sus órdenes mi
comandante.
Pero permítame
antes decirle a esta madre,
donde se encuentra
Rodrigo,
que no es ni bueno
ni malo,
pero lo tengo como
amigo.
—Habla, hijo, habla
—
rogó la madre con
voz,
entrecortada y
profunda,
por la súbita
emoción.
—Su hijo, señora,
en este pueblo se encuentra,
por cobarde se le
dio presa,
por cobarde y
escritor.
—¿Cobarde mi hijo?
¿Escritor?
—Sin duda señora,
cobarde.
Aunque ya lo dudo
yo,
que después de
conocer a su madre,
el que me equivoque
sea yo.
Rodrigo fue ordenado,
a disparar con el
pelotón,
mas ni una sola
bala disparó.
Pero fueron miles
de hojas a cambio,
de letras que
rellenó,
con poemas que a
sus compañeros,
uno a uno leyó.
Y al que no supo
leer,
él mismo hizo tal
favor.
Y al que los ojos
les fallaban,
debido a la
emoción, al miedo
o alguna bala en su
vista alojada,
abrazaba, sentía y
consolaba, con sus versos…
duros, sensibles,
de aliento y de amor.
—¿Puede ser cierto?
—la madre preguntó.
—Lo es —el soldado
sentenció.
—¿Por eso fue
preso?
—Por eso fue preso,
y por eso nadie le
mató.
Que sus letras con
magia pura,
una a una ordenó,
de forma que todas
unidas,
a todos nosotros
emocionó.
Y cuando la orden
de matar vino,
nadie quiso
responder,
que a un soldado se
mata,
a un poeta no.
—¿Dónde pone,
soldado, esa norma? Que la lea yo —
bramó ofendido el
comandante.
—Si me permite,
comandante,
la norma no la
podéis leer vos,
que a fuego está en
los corazones,
que su voz escuchó.
El mío y el de sus
compañeros,
y el del teniente
que cautivó,
y haciendo oídos
sordos a la orden que llegó,
de asesinar al
poeta,
por él mismo lo
encarceló.
—¡Tráelo acá raudo,
muchacho, que lo vea yo! —
tronó el
comandante.
—Sí chiquillo,
tráelo. Que le abrace yo —
rogó suave la
madre.
Corrió como alma en
pena,
o por miedo o por
amor,
contento de que la madre
lo viese,
con miedo al
atronador.
La espera se
eternizó,
pero mucho más el
abrazo,
cuando Rodrigo
apareció.
Que su madre le
echó tanto en falta,
que cuando lo tuvo,
no le dejó.
Hasta el punto casi
de asfixiarle,
hasta que él tosió,
y le dijo lloriqueando:
—Madre, aquí estoy
yo.
Vivo y sin matar,
muerto y sin morir.
Pero resucito al
verte, de nuevo sonreír.
Y su madre con la
cara entre las manos,
tierna pasión,
lágrimas puras,
de fuente virgen de
amor,
tuvo por
susurrarle,
en la oreja aunque
todo el mundo la oyó:
—Qué extraño esto
de la guerra,
que dejé atrás un
niño cobarde,
y me devuelve un
hombre poeta.
Y que cierto el
dicho que dice,
que no existe
ningún mal,
que por un bien no
venga.
Qué miedo he
pasado, por ti hijo, por ti.
Texto: Toño Diez.
Foto: Nicolás Saracchini Fotografias
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