domingo, 10 de noviembre de 2013

Utopoética de una guerra 4


Utopoética de una guerra 4
(Fragmento del último capítulo del libro "Relatos, sentidos y utopoesías")


—No sufráis más por mí, madre,
que armado viajo hasta los dientes.
Mi arma sin duda es mi lengua,
y mis balas las palabras.
Y si es cierto que disparo fuerte,
siempre lo es contra alma.
Que apuntando a la cabeza,
al corazón es al que mata.
Pero sólo muere de tristeza, de amor o de alegría,
y aunque jamás se recupera, crece,
porque todo es poesía.

A esas horas ya,
todo el campamento rodeaba,
la tierna escena de amor.
Ninguno en su puesto estaba,
a riesgo de reclusión,
pero poco peligro había cuando, soldado, teniente y comandante,
abrazaba si no con los brazos,
sí con el corazón.
Igual pena alojada en distinto armazón.

Pena mezclada de alegría,
alegría falta de sustento,
como una silla de cuatro patas,
a la que le faltan dos.
Las dos patas y el respaldo,
que supone tener paz,
tranquilidad y un hijo carente de libertad,
por estar con su gente.

—La alegría sin duda me inunda, más no me llena —
susurró la madre a su poeta.

—Dime qué es lo que te falta, madre.
Aunque creo tener la misma carencia,
para que sea pleno, todo mi corazón —
preguntó su hijo dudando,
entre seguir con su madre abrazado,
o mezclar las lágrimas de los dos.

—Tengo un brote que me dio la vida,
mas si mis cuentas no fallan, falta uno de los dos.
Y que sin él nada está completo.
Porque aunque tú me sustentas,
los dos me sostenéis en vida.
Y con que uno falte yo no vivo,
porque vivo por los dos.

—¿Hablas de mi hermano, madre? ¿Dónde se encuentra?

—De tu hermano hablo, hijo.
Y en el otro lado del puente, quedó atrapado,
cuando llegó tu batallón.
Que no fue hecho soldado,
porque su edad lo evitó.
Pero quizá jamás vuelva a verlo,
cuando se ataque su posición.
Y si vuelvo a verlo tengo miedo,
de que no sea con vida, que quiero a las dos.

—No pienses, eso madre, que me tientas a soltar,
las lagrimas que retengo,
por no parecer más cobarde.
Que las que solté hace tiempo,
me mandaron a la cárcel.

—Nadie queda preso por llorar,
que quien no llora a tiempo,
cautivo queda sin remedio.
Y no hay peores muros,
que los que uno mismo se construye,
pues no vale tiempo ni recursos,
que le faciliten escapar.
Y siendo como son invisibles,
no se pueden derribar.
Llora pues lo que necesites,
y en hacerlo no debes dudar,
que las lágrimas que se expulsan,
a cambio de la misma suya,
libertad te darán.
Mas si las retienes demasiado,
se enquistan y convierten,
en duras sogas, maromas recias
difíciles de desatar.

No hizo caso el muchacho,
aguantando hasta el final,
apretando la mandíbula,
como queriendo el dolor masticar.

—¿Qué podría hacer yo madre,
que pudiera ayudar,
a liberar a mi hermano,
al que tanto puedes amar?


 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Nicolás Saracchini Fotografias

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