Violencia
Violencia.
Que
no tuve yo por menos, que suplir la fuerza de la razón, por las ansias del
corazón.
Que
el repudio que sentí, al notar las palpitaciones en mi pecho, no fue sino un
signo propio de la maldad, arrancada a pedazos por la bestia más inmunda, que
mi imaginación pudo crear, anotando al fin, el esperpéntico punto que marca la
diferencia entre el bien y el esperado mal.
El
punto y aparte que las sensaciones imparables de la inútil rebeldía del
equilibrio, fijan para determinar el final de la oración medida, de la mesura
de la palabra, del juicio sensato de la norma, y el comienzo de la locura más
exasperante, esquizofrenia frenética, delirante, rabiosa y furibunda.
El
punto y final que marca el no retorno del sentido, la última etapa de lo
infinito, el eterno dolor que deja atrás lo vivido, para olvidar por siempre lo
perdido, y no esperar nunca el futuro por venir del odio, de la sangre
inyectada en la mirada, del iris dilatado y del erizado bello de la espalda.
Jamás
por siempre, estaré de nuevo cuerdo. Jamás invariablemente pensativo. Pues ya
no existe límite impuesto, ni término tirano. Que no hay más cambio que el recibido,
por nada y todo en mi mundo, por sueño y ensueño en mi universo.
Resuello
el último suspiro, violando mi sentido más justo. Sin placer, sin goce, sin
deleite. Tan sólo por el hecho de sentirme violado en lo más profundo,
ultrajado en lo más sagrado, que alma pura pueda soportar.
Sangre,
sudor y babas. Espesas como mis palabras. Regueros de saliva indecente que
cubre cualquier atisbo de humanidad, refugiando en la violencia, mi más antiguo
cirio. Ahogando en terror, mi libertad.
Violencia,
para siempre y por siempre, hasta que mi ser no de más de sí y, retorciéndose de
entrañable dolor, destroce esas mismas entrañas. Que son las mías, que son las
vuestras. Que no son ya de nadie, porque a nadie corresponden.
Temblad,
manos temblad. Y dejad de señalar al cielo, pues nadie os salvará. Olvidad el
arrepentimiento, por el trato que vais a otorgar, pues jamás tendréis ya
perdón, ni elección por no pecar.
Temblad,
piernas, temblad. Pues nunca podréis correr en pos de ninguna verdad. Que es la
sangre del corazón, la que os insta a golpear.
Temblad.
Y no paréis de gritar. Que la alegría que os proporciona el mal, es breve, pero
es total.
Y
después, morir. En el fango del absoluto y perverso sentimiento. En el más
mortífero y tóxico aliento. En el más sencillo y ligero atrezo. Bajo la mirada
del más atento público. En el centro.
Texto y foto: Toño Diez.
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