Encadenado a sí mismo
En una de sus enormes manos, una gran
piedra.
En la otra, la izquierda, un terrón de
seca arcilla se deshacía ante su presión, mientras sus oscuros y entornados
ojos, dirigían una altiva y seria mirada hacia el horizonte. El inmenso y
sempiterno horizonte, tan sólo roto en algún momento, por la misma arrogante y
altanera figura de algún castillo ruinoso, testigo imperecedero del transcurrir
del tiempo y de la historia de esos pueblos. Marcador fiable de su decadencia,
de su resistente orgullo. Ese horizonte perennemente azul, límpido, pálido y,
en ocasiones, polvoriento, en el que hacía tanto tiempo que no asomaba una
nube.
En los labios, una imperceptible mueca
de disgusto, de impaciencia. Hacía falta lluvia, pero esas tierras eran
caprichosas, duras. Como él.
—Maldita tierra, asco de clima —murmuró
sin necesidad apenas, de mover los labios.
Hacía ya cuarenta y cinco años, había
deseado marcharse de allí. Lo recordaba perfectamente. Llevaba cuarenta y cinco
años lamentándose de no haberlo hecho, cada día. Hoy no había sido diferente.
Pero eso ocurría cada amanecer, al
asomarse a la ventana de la habitación de su blanqueada y desconchada casa de
adobe. Después, en el silencioso
desayuno… bueno, en el desayuno ya había conseguido no pensar. Se
limitaba a sostener la mirada al frente, leyendo una y otra vez la frase
grabada en la figura de la Virgen del Pilar, colocada sobre la vieja cómoda, que
había obtenido en uno de los pocos viajes que había realizado —costeado por el
ayuntamiento— en su vida: “Recuerdo de Zaragoza”.
Más tarde, en el bar de barra alta y
antigua del pueblo, almorzaría a base de jamón y chorizo, regado por el
riquísimo tinto de Ribera. Exaltaría su tierra, sus productos, sus lugareños
vecinos… junto a sus vecinos, y seguiría después, con sus numerosos quehaceres
diarios, que le exigían sus campos.
Dio una vuelta sobre sí mismo, siguiendo
con la mirada la llana y enorme frontera entre el cielo y la tierra, saboreando
la claustrofobia, la sensación de poder que emanaba de ella, sintiendo el miedo
que tan anchas tierras hacían sentir a cualquiera, pero transformándolo en
artificial engreimiento por pertenecer a ella, con su malcriado y caprichoso orgullo,
antaño encerrado en sus castillos, en su frente grabado hogaño.
No le faltaba dinero. Vivía bien. Afortunadamente,
esos terrones de arcilla, producían más por política, que lo que en ellas la
vida albergaba. Y eso le favorecía.
No le faltaba tiempo… si se entendía con
eso que no necesitaba invertirlo demasiado en estrés. Sin embargo le faltaba,
porque notaba que se le terminaba. Siempre lo sintió así.
Bajó la mirada. Escupió para devolver
tierra, a la tierra. Volvió a mirar al frente, masticando lentamente el resto
de arena que se había negado a salir.
Odiaba eso. Odiaba esa ruda, fría y
desagradecida tierra. Odiaba esos larguísimos, secos y heladores inviernos.
Odiaba esos calurosos y yermos veranos, donde hasta las sombras buscaban
desesperadas, algún árbol bajo el que cobijarse. Odiaba el tiempo detenido de
los castillos, el seco y afrutado vino, el grasiento y sabroso jamón serrano.
Odiaba ese azul pálido del cielo diurno, y el estrellado y precioso negro de la
noche. Odiaba que fuese el mejor sitio para ver el firmamento entero.
Odiaba presumir de historia. Odiaba el
ondear inmenso del cereal, cual enorme bandera patriótica. Odiaba los rojos,
verdes, blancos y amarillos de la tierra desnuda. Odiaba el árbol que había
sobrevivido allí, a lo lejos, único vestigio de una historia de bosques.
Odiaba a sus vecinos, su amabilidad y
odiaba que nunca mirasen a los ojos al hablar. Odiaba no poder mirar a los ojos
al hablar. Odiaba su nobleza, y odiaba la Virgen del Pilar. Y aquella cómoda
que resistía el tiempo marcado por sus desaparecidos padres, con ella. También
la odiaba.
Pero lo que más odiaba, era sin duda lo
que más le amarraba: la soledad.
Esa soledad cargada de melancolía
insensata y de cobardía suprema, que inundaba cada célula, negando a sus
músculos a reaccionar, a su cabeza salirse del guión y a su corazón, revelarse.
Llamar fuerza y orgullo, a la cobardía.
Seguridad, a la costumbre. Belleza, al vacío. Malestar, al hastío y cansancio,
al hartazgo.
Odiaba disfrazarse de persona.
Volvió a escupir la rumiada tierra de su
boca. Subió al enorme tractor, y siguió labrando.
Texto: Toño Diez.
Foto: Jose bueis Aguado.
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