lunes, 7 de octubre de 2013

Encadenado a sí mismo



Encadenado a sí mismo


En una de sus enormes manos, una gran piedra.
En la otra, la izquierda, un terrón de seca arcilla se deshacía ante su presión, mientras sus oscuros y entornados ojos, dirigían una altiva y seria mirada hacia el horizonte. El inmenso y sempiterno horizonte, tan sólo roto en algún momento, por la misma arrogante y altanera figura de algún castillo ruinoso, testigo imperecedero del transcurrir del tiempo y de la historia de esos pueblos. Marcador fiable de su decadencia, de su resistente orgullo. Ese horizonte perennemente azul, límpido, pálido y, en ocasiones, polvoriento, en el que hacía tanto tiempo que no asomaba una nube.
En los labios, una imperceptible mueca de disgusto, de impaciencia. Hacía falta lluvia, pero esas tierras eran caprichosas, duras. Como él.
—Maldita tierra, asco de clima —murmuró sin necesidad apenas, de mover los labios.
Hacía ya cuarenta y cinco años, había deseado marcharse de allí. Lo recordaba perfectamente. Llevaba cuarenta y cinco años lamentándose de no haberlo hecho, cada día. Hoy no había sido diferente.
Pero eso ocurría cada amanecer, al asomarse a la ventana de la habitación de su blanqueada y desconchada casa de adobe. Después, en el silencioso  desayuno… bueno, en el desayuno ya había conseguido no pensar. Se limitaba a sostener la mirada al frente, leyendo una y otra vez la frase grabada en la figura de la Virgen del Pilar, colocada sobre la vieja cómoda, que había obtenido en uno de los pocos viajes que había realizado —costeado por el ayuntamiento— en su vida: “Recuerdo de Zaragoza”.
Más tarde, en el bar de barra alta y antigua del pueblo, almorzaría a base de jamón y chorizo, regado por el riquísimo tinto de Ribera. Exaltaría su tierra, sus productos, sus lugareños vecinos… junto a sus vecinos, y seguiría después, con sus numerosos quehaceres diarios, que le exigían sus campos.
Dio una vuelta sobre sí mismo, siguiendo con la mirada la llana y enorme frontera entre el cielo y la tierra, saboreando la claustrofobia, la sensación de poder que emanaba de ella, sintiendo el miedo que tan anchas tierras hacían sentir a cualquiera, pero transformándolo en artificial engreimiento por pertenecer a ella, con su malcriado y caprichoso orgullo, antaño encerrado en sus castillos, en su frente grabado hogaño.
No le faltaba dinero. Vivía bien. Afortunadamente, esos terrones de arcilla, producían más por política, que lo que en ellas la vida albergaba. Y eso le favorecía.
No le faltaba tiempo… si se entendía con eso que no necesitaba invertirlo demasiado en estrés. Sin embargo le faltaba, porque notaba que se le terminaba. Siempre lo sintió así.
Bajó la mirada. Escupió para devolver tierra, a la tierra. Volvió a mirar al frente, masticando lentamente el resto de arena que se había negado a salir.
Odiaba eso. Odiaba esa ruda, fría y desagradecida tierra. Odiaba esos larguísimos, secos y heladores inviernos. Odiaba esos calurosos y yermos veranos, donde hasta las sombras buscaban desesperadas, algún árbol bajo el que cobijarse. Odiaba el tiempo detenido de los castillos, el seco y afrutado vino, el grasiento y sabroso jamón serrano. Odiaba ese azul pálido del cielo diurno, y el estrellado y precioso negro de la noche. Odiaba que fuese el mejor sitio para ver el firmamento entero.
Odiaba presumir de historia. Odiaba el ondear inmenso del cereal, cual enorme bandera patriótica. Odiaba los rojos, verdes, blancos y amarillos de la tierra desnuda. Odiaba el árbol que había sobrevivido allí, a lo lejos, único vestigio de una historia de bosques.
Odiaba a sus vecinos, su amabilidad y odiaba que nunca mirasen a los ojos al hablar. Odiaba no poder mirar a los ojos al hablar. Odiaba su nobleza, y odiaba la Virgen del Pilar. Y aquella cómoda que resistía el tiempo marcado por sus desaparecidos padres, con ella. También la odiaba.
Pero lo que más odiaba, era sin duda lo que más le amarraba: la soledad.
Esa soledad cargada de melancolía insensata y de cobardía suprema, que inundaba cada célula, negando a sus músculos a reaccionar, a su cabeza salirse del guión y a su corazón, revelarse.
Llamar fuerza y orgullo, a la cobardía. Seguridad, a la costumbre. Belleza, al vacío. Malestar, al hastío y cansancio, al hartazgo.
Odiaba disfrazarse de persona.
Volvió a escupir la rumiada tierra de su boca. Subió al enorme tractor, y siguió labrando.

 Texto: Toño Diez. 
 Foto: Jose bueis Aguado.

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